A MANERA DE INTRODUCCIÓN
Coincidimos en la preparación de aquellos libros que, en el
2006, publicó El Instituto Coahuilense de Cultura, en la colección La Fragua.
Fue la primera vez que intercambié impresiones con Sergio Ríos Zapata. Julián
Herbert, entonces coordinador de proyectos editoriales, nos reunió para ultimar
detalles antes de enviar los libros a imprenta. El 7 de diciembre de 2006
presentamos Desierto Blues (poesía),
de Julio César Félix; Poemas con Sol de
mi autoría y El tiempo de las sirenas (novela),
de Sergio Ríos Zapata. Sergio no pudo acompañarnos, su partida nos tomó por
sorpresa.
No es
posible encontrar material de Sergio en internet. Sólo dos o tres notas del
periódico relacionadas con la presentación de sus libros, la portada de su
novela y una reseña del escritor Jaime Muñoz Vargas sobre el libro de cuentos Sueños prestados. Con el fin de contrarrestar
esta desventaja, presento a continuación una selección de este libro (en algún
momento agregaré más textos), fabricado “bajo la pupila atenta de Guillermo
Samperio”. Es un homenaje, ojalá vengan muchos más, para quien hizo con las
palabras un legado “claro y definido”.
EL MONSTRUO DEL CLOSET
Se admite que el monstruo del clóset es un ser sobrenatural
dedicado a asustar a los niños durante la noche; así lo declaran los cuentos
infantiles famosos y otros textos. Pero este monstruo no figura en ningún
catálogo de criaturas sobrenaturales; como no es fácil encontrarlo, no se
presta a una clasificación. No es como el hombre lobo o el vampiro, o la momia.
Puedo estar frente al monstruo y no sabría con seguridad que lo fuera. Del
vampiro sé que tiene colmillos y que la momia está cubierta de vendajes. Pero
de mí, nadie sabe.
EL LLANTO
Era entes de la medianoche cuando llegó a su casa. Sin
encender las luces, destapó una cerveza y se encaminó hacia su sillón favorito.
Estaba tranquilo, relajado. Así estuvo por un rato, hasta que el llanto que
venía del cuarto de los niños vino a romper el sosiego de la noche. Desde su
sillón, empezó a dar voces cariñosas al niño. Pero el lamento, lejos de
calmarse era cada vez más doloroso. Preocupado, fue a ver qué pasaba con su
hijo; de súbito, algo lo dejó inmovilizado: su familia andaba de paseo. La casa
estaba sola.
TODO ESTÁ BIEN
Una neblina perezosa, untada en el piso, estorbaba el paso
de los rayos de sol, empañando el horizonte. A bordo de su camioneta, Federico
conducía tranquilo, tomó un sorbo de café y sintonizó una estación, en ese
instante, un movimiento inusual de coches y personas, que a la distancia le
parecía un accidente, atrajo su atención. Bajó la velocidad y la visión que
tuvo al pasar por el sitio lo sacudió. La policía trataba de rescatar el
cadáver de una mujer joven de entre los hierros retorcidos de un carro. En
cuanto se vio fuera de la confusión, piso el acelerador para alejarse lo más
rápido posible; en la primera curva que encontró adelante, la camioneta patinó
en el pavimento húmedo, invadió el carril contrario por donde venía el autobús,
Federico no puso esquivar el golpe y su vehículo salió danto tumbos hasta
quedar a un lado del camino hecho chatarra. Con las manos crispadas al volante,
no le pasaba el sobresalto, cuando escuchó una voz: “Tranquilo. Todo está
bien”.
—Dios mío —grito, al ver a la mujer que estaba al lado. Eres
la joven del accidente. Tú estás… muerta.
—Y tú también, Federico.
LAS PALABRAS
OLVIDADAS
El atardecer ponía rojas las pocas nubes en el cielo. La
brisa que venía del norte empezaba a refrescar. Aunque ese día de mayo, el
termómetro había rebasado los 45 grados centígrados en Sonoita, al norte del
estado de Sonora. Los letreros de advertencia que aparecían en un buen tramo
del corredor fronterizo, frente al desierto de Arizona, lucían indiferentes: “Cruzar
las frontera caminando por el desierto es peligroso y puede terminar en la
muerte”.
“No le hagas caso a esas pendejadas”. Le había dicho el pollero con el que estaba negociando.
“Yo te paso. Barato y sin broncas. Las rutas que conozco son las más seguras.
Pasan por los tanques de agua. Los que pusieron los misioneros para ayudar a la
racita. En dos noches te dejo en Ajo, Arizona, y de ahí te pelas pa’ donde
quieras. Además, traigo lo mejor. Jugo de dioses. Pa’ que me entiendas: Inyecciones
de vitamina B-12 y anfetaminas. Con esto, quién necesita agua, mi hermano”.
Tumbado a la sombra rala de un mezquite, hacía rato que
había dejado de sufrir de sed. Y en realidad tampoco tenía calor. Su cuerpo más
bien estaba frío. Lo que le molestaba eran esas horribles moscas verdes que se
paraban en su cara para lamerle el humor acuoso de las comisuras de los ojos.
Desfallecido las dejaba hacer y, en su alucinación, sus ásperas lenguas le
taladraban el cerebro. Ansiaba que terminara su agonía, pero la droga lo
mantenía despierto. Antes de morir, desfilaron por su mente las imágenes más
bellas de su vida. Al final, sólo quedó una, evanescente en su recuerdo: un
interminable campo verde de mazorcas tiernas de maíz.
DIVAGACIONES SOBRE
UNA FOTOGRAFÍA ENCONTRADA EN LA CENTRAL DE AUTOBUSES
Seguramente el niño sentado sobre los cables del puente vio
la sombra de la mujer primero y luego al perro que le lamía los zapatos. El
fondo de la foto se aprecia sin nubes, un cielo azul cobalto lleno de sol.
Quien mire la fotografía siente soplar el aire de la sierra y escucha el
murmullo del viento arañar las laderas escarpadas de los cerros. Si se fija la
mirada en los maderos escuadrados del viejo puente, uno los ve tan reales que,
al pasar la mano por la fotografía, casi percibe, en la tosca superficie de la
madera, la tristeza que engendran los recuerdos y aspira el aroma a aceite
quemado que exhalan las vigas.
A primera
ojeada, no se tiene la certeza de por qué la mujer, su contorno, se observa
donde empieza el puente y no reunida con las demás. Aunque su silueta no se
proyecta sobre el maderamen de la entrada, se alarga más allá de los tablones y
se estampa en las ropas del niño. Pero no de una manera fría, sin sentido, más
bien bajo una cadencia tal de sombras y texturas, que alguien, un romántico,
pudiera apreciar a dos amantes. Alejados por la realidad donde conviven, pero
unidos en una fantasía de amor interminable, inocente, atemporal.
Es preciso
pensar en una mujer adolescente. En la fotografía la sombra de su vestido largo
no sigue un contorno definido, baila irreverente al compás del viento que corre
por la cañada. Y uno la imagina desdeñosa, coqueta, dejando entrever por
momento su desnudez espléndida. Lo que invita a olvidarse un rato de la foto, a
cerrar los ojos y transitar sin miedo por un mundo mágico de deleites carnales;
muy distantes de la candidez de su silueta.
Es seguro que el niño y la muchacha se hubieran encontrado
un día u otro, después de varios años. Ella lo abrazó y le dio un beso en la
mejilla. Tomándolo de los hombros no lo miró muy distinto a los niños de su
edad. A lo mejor un poco más alto, más robusto: un niño grande. Él la vio de
forma diferente, a siglos de distancia de la chiquilla con la que jugaba a las
escondidas: flaca, pecosa y de trenzas. Ella le contó de sus aventuras, de su
diario, de sus cosas secretas. El niño le habló de sus amigos, sus juegos y se
sintió ridículo.
Una noche
de esas, la joven se recostó en la cama del muchacho para contarle un cuento.
Como cuando compartían el cuarto, en aquella casa, tal vez de un tío o una
abuela. En un tiempo olvidado, distante. Es seguro que al roce de las piyamas y
al contacto prolongado, íntimo, con esa piel tibia transpirando perfume, el
niño descubriera que su corazón latía de una manera acelerada. Posiblemente la
voz de ella lo puso a volar en una alfombra como ninguna otra historia lo había
hecho. Y en ese instante feliz volteó a ver embelesado y descubrió el rostro
encendido de la adolescente, mientras sus cabellos lacios y negros se
deslizaban por sus hombros desnudos hasta desparramarse en sus pechos, donde
jugaban a formar mil y un diseños de armaduras, extrañas, sugestivas, como los
de la heroína de la historia. Es probable, que al terminar el relato, ella le
hubiera dado un beso amoroso en las comisuras de los labios. Despidiéndose con
una larga sonrisa, dejando la cama cargada de aromas sugerentes. Confundido, el
pequeño cerraría los ojos en un intento de conciliar el sueño. Pero la carga de
imágenes no lo dejaría tranquilo. Y, tal vez, esa noche trascendiera a un plano
distinto de su corta vida y se soñara cabalgando junto a ella.
Quizá en esa ocasión del puente, el niño, el de la foto
encontrada en la central de autobuses, no se atrevió a confrontar su visión, la
magnífica amazona de los cuentos. Prefirió seguir ensimismado. Su imaginación
acalorada iba de un lado a otro, tratando de encontrar una respuesta al desconcierto
que no acaba por poner orden a sus pensamientos. Preguntándose por qué de
pronto le aburrían los amigos y le parecían tontos, infantiles. Por qué si él
podía sentir esa evidente sensación de haber cambiado, los demás lo seguían
tratando como a un niño.
Quien mire
la fotografía puede distinguir en los ojos del pequeño, quizá de trece años, la
incertidumbre, el enojo de no saber cómo expresar sus emociones, sin parecer
estúpido. Inclusive, se palpa la ansiedad del niño, al ver que se le escapa ese
momento extraordinario, único en el tiempo, en donde la soledad del lugar le
ayuda, le sirve de cómplice para, de una vez por todas, dejarse de juegos y
decirle que la ama. Pero uno supone que le faltó el coraje y se limitó a
seguirla de reojo. A jugar a esconderle su mirada, mientras esperaba a que ella
se decidiera a dar el primer paso, ese que él no puede, que no se atreve.
Porque en ese momento el lastre de su inmadurez lo hunde, lo lleva lejos de su
amada. Por eso, el niño se observa con gesto grave, con la mirada en el
horizonte, en busca de respuesta. Esto pudiera llegar a confundir a quien ve la
estampa y muy bien arriesgarse a pensar en un muchacho, más que en un niño de
trece años.
Ciertamente pueden existir dos fotografías, tomadas desde un
plano superior al puente. Esto claro, si alguien pregunta quién tomó las fotos.
Se puede especular en un turista. Tal vez la muchacha le pidió el favor, pero esta
persona oprimió el obturador antes de tiempo. De ahí se entiende la silueta de
la mujer y al perro distraído. Así que hubo que tomar una segunda foto. En esa
sí, los tres están completos. El perro se ve sentado en sus patas traseras,
atento a la cámara. La muchacha se aprecia pegada como una lapa al niño,
mientras le susurra algo al oído y lo rodea con los brazos, de una forma
entrañable que no da lugar a dudas. Al niño se le ve feliz, como si algo ya
hubiera ocurrido, algo añorado y maravilloso. Es seguro que esa foto viaje en
autobús a un lugar lejano, donde vivirá en el diario de una muchacha, escondido
en la casa de algún tío o de una abuela.
Cuentos tomados de Sueños
prestados, Sergio Ríos Zapata, UAAANL,
Torreón, 2004, 66 pp.
La reseña de Jaime Muñoz Vargas pueden leerla en el
siguiente link:
2 Comentarios
El Ing. Sergio I. Ríos Zapata fue mi padre. Gracias por preservar su obra. Nos encantaría compartir un par de cuentos con Uds.
ResponderEliminarSerá un placer. A título personal, conocí a su padre ya que coincidimos cuando se estaba trabajando el libro El tiempo de las sirenas, que lamentablemente presentamos de manera póstuma. Por favor envíeme los cuentos a nadiacontrerasavalos@gmail.com
ResponderEliminarRecordamos a nuestros lectores que todo mensaje de crítica, opinión o cuestionamiento sobre notas publicadas en la revista, debe estar firmado e identificado con su nombre completo, correo electrónico o enlace a redes sociales. NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.