TEXTOS CARDINALES La carrera | Cristina Peri Rossi



     Ella le preguntó:
     —¿A qué te dedicas?
     Él sintió una especie de turbación. Nunca, antes, había temblado, ante una mujer ni ante nadie, al decir:
     —Soy ciclista.
     Lo dijo en voz baja, como si en lugar de una profesión fuera una confesión. No suficientemente baja, la voz, como para que ella no lo oyera y esbozara una media sonrisa que le pareció más irónica que comprensiva.
     —¿Ciclista? —repitió ella, como si fuera lo más extraño que había escuchado en este mundo.
     —Sí —dijo él, ahora molesto—. Soy uno de esos tipos de pantaloncito corto y malla reluciente que montan un vehículo de dos ruedas y con la fuerza de sus piernas y de su cuerpo lo hacen andar, recorrer miles de kilómetros, subir montañas, bajar pendientes y todo eso. Y tú —contraatacó—, ¿a qué te dedicas?
     Hacía un poco de calor y estaban conversando en la terraza de un bar al aire libre. Bebían cosas frescas y sanas: zumo de naranja él, de melocotón ella. Los transeúntes pasaban alrededor, pero estaban acostumbrados (las parejas, los transeúntes) y no prestaban atención.
     Ahora la que dudó fue ella.
     —Literatura Comparada —respondió ella.
     —¿Literatura Comparada? —repitió él—. Nunca había oído hablar de eso.
     —Comparar a Poe con Baudelaire, a Kafka con Borges y cosas así —explicó ella, aunque tenía la penosa sensación de que eran nombres desconocidos para él.
     —¿Sabes quién fue Eddy Merckx? —preguntó él, que quería recuperar terreno.
     —No tengo la menor idea —dijo ella, aliviada, porque no deseaba que él se sintiera ridículo, inferior, cosas así—. Los hombres son criaturas muy inseguras hechas para mandar, y una mujer joven y bella que estudia Literatura Comparada en la Facultad de Letras tiene que saber, empero, cuándo debe callar o mostrar su ignorancia.
     —Fue un gran campeón —dijo él, ufano—. Alguna vez me han comparado con él —agregó. Era un farol. Pero si ella no sabía quién era Eddy Merckx, él podía hinchar el pecho, como un urogallo. ¿Quién sería ese tipo, Borges? Sólo conocía un aceite con ese nombre.
     —Seguramente tu fotografía saldrá en los periódicos —concedió ella—, pero no leo las páginas de deportes.
     Entonces, ¿qué leería?
     —No importa —dijo él—. Tengo muchos recortes de diarios —esta también era una bravuconada, porque era un corredor de escasa categoría y no salía en los periódicos, ni la gente solía recordar su nombre—. Las mujeres casi nunca leen las páginas de deportes —agregó, como disculpándola.
     —La sección cultural tiene muy poco espacio —reconoció ella.
     —No sé quién es Borges —confesó él, ahora más sereno—, ni ese otro que nombraste, Pou o Poe. ¿Debería saberlo?
     Ella lo miró con cierta ternura. Era así: hasta que un hombre no le inspiraba un poco de ternura, no le gustaba. Y generalmente le inspiraban ternura cuando más humildes y tontos se mostraban.
     —¿Cuántas carreras has ganado sin saber quién es Borges y Poe? —le preguntó ella.
     Él meditó una rato. No sabía si mentir o decir la verdad.
     —Sólo he ganado una carrera importante en mi vida —confesó—, y fue hace dos años. Desde entonces, no he vuelto a ganar. Pero seguramente lo volveré a hacer —afirmó—, especialmente, si tú me ayudas.
     Ella lo miró con curiosidad. ¿Por qué ahora, justamente ahora, se había vuelto tan importante que ella lo ayudara, si ni siquiera sabía quién era Eddy Merck?
     —La ruta es larga —comentó él.
     —No sé nada de ciclismo —admitió ella—. Solo he visto, a veces, los paisajes. Hay caminos bordeados de árboles y pueblos pequeños, hechos de piedra, que parecen muy antiguos…
     Un esfuerzo más, un esfuerzo más —pedía una voz, en su interior—. No mires los árboles. No contemples el precipicio. Solo pedalear, pedalear, pedalear. De una manera rítmica, concentrada. Si hiciera bien el amor, ¿correría más?, ¿correría mejor? Se lo había preguntado al entrenador, un tipo parco, rudo, pero con mucha experiencia. ¿Qué clase de experiencia? La que se necesita para ganar carreras. No había dicho «hacer el amor», sino follar, como correspondía a un macho. «Si follara mejor, ¿correría más rápido?» ¿O era todo lo contrario? ¿O había que reservar las fuerzas para la subida, escalar la colina, darle al pedal, sin perder concentración, rítmicamente, echando el cuerpo hacia el costado en las curvas?, curvas es una palabra femenina, las mujeres tienen curvas, los hombres tienen ángulos, entre las curvas y los ángulos prefería mil veces las curvas, las corvas, ¿se corría mejor después de follar o antes de follar? ¿Y por qué correrse tenía ese doble sentido?, él corría sobre la bicicleta, desfilaban los árboles tan rápidos que no los veía, tampoco alcanzaba a divisar al público que se agolpaba a los costados, todos esos espectadores que aplaudían con «entusiasmo generoso», había dicho el locutor, aplaudían el esfuerzo ajeno, y él corría, ¿cómo sería correrse con ella, junto a ella, en ella, dentro de ella, fuera de ella? ¿Le ayudaría a ganar la próxima carrera?
     —No tengo tiempo para contemplar el paisaje —respondió él—. Pero presiento que es hermoso.
Ahora ella lo miró con más atención, con mayor dulzura.
     —¿Pre-sientes? —repitió.
     Él se removió, turbado, en la silla de hierro pintada de blanco de la terraza de un bar al aire libre, esa tarde de principios de verano. «Nunca folles con una mujer que te turba», le había aconsejado el entrenador. «Perderás el poder y al otro día llegarás último a la meta. Último o penúltimo. He visto a tipos que corrían bien, corrían excelentemente bien, y luego de follar con una mujer que los dominaba, que los turbaba, perdían toda su capacidad de concentración, perdían toda su fuerza, eran como peleles.»
     —¿He dicho algo mal? —se defendió, con cierta agresividad.
     —No, no —aseguró ella—, todo lo contrario. Me pareció una hermosa palabra: presentir.
     —No entiendo de palabras —afirmó él—. Solo entiendo de bicicletas, de pedales, de correr, de cuestas y de descensos. ¿Me ayudarás a ganar?
     Ella lo miró con ternura. Era todo lo que podía sentir por un hombre, y tenía que ser un hombre especial, un hombre que aceptara turbarse, que pudiera reconocer su fragilidad.
     —¿Es tan importante ganar? —preguntó la muchacha.
     —El mes que viene es el cumpleaños de mi madre —reconoció— y quiero hacerle ese regalo. Quiero ganar la carrera para ella. No quería que fuera ciclista. Quería que fuera médico, abogado o cualquiera de esas cosas que le parecen admirables. Pero yo quería pedalear. Sobre la bicicleta, te aseguro, soy otra clase de hombre. Más firme. Más entero. Más ambicioso. Correr es algo solitario —agregó—. (¿Correrse era algo solitario? ¿Aunque dos se corrieran, era solitario?)
     —Leer también es solitario —afirmó ella—. Páginas enteras que se vuelven en la soledad de la cama, con la luz apenas encendida, y el presentimiento de que en alguna parte hay alguien, algo, no se sabe bien qué, algo que se está perdiendo, algo que huye, algo que podíamos compartir y no compartimos…
     —¿Me ayudarás a ganar la carrera? —insistió él.
     Era inútil preguntarle qué pretendía que hiciera. Quizás mirarlo, mientras corría, mientras encajaba los pies en los pedales, quizás esperarlo en un recodo del camino (¿junto a las acacias de flores amarillas o los olivos quebrados?), quizás pensar en él. Concentrarse en él. No dejar de pensar en él. No abandonarlo, ni en la distancia, ni cuando sus ojos no lo veían, ni cuando no escuchaba su respiración, su jadeo («Me gustaría follarte en marcha, mientras pedaleo, tú apoyada en el triángulo, yo en el asiento, tú con los cabellos al aire, yo con mi malla de colores, y así seguir el camino, enroscados, enlazados, penetrados, seguramente ganaría la carrera, pero qué importa»).
     —Necesito saber que alguien está pensando en mí —dijo él.
     Y las muchachas contratadas por la organización de la Vuelta que entregaban un ramo de flores y un beso al ganador, extenuado, muchachas que jamás habían pensando en él, ni pensarían, las flores se las iba a regalar a su madre.
     —No sé si puedo pensar en ti todo el tiempo —dijo ella.
     —¿Puedes pensar todo el tiempo en el Pou ese? —preguntó él, algo celoso.
     —He pensado mucho en Poe —dijo ella—. He leído sus puntos, sus comas, sus acentos, sus versos, sus borracheras…
     —No me gustan los borrachos —dijo él—. No son de fiar.
     Efectivamente, pensó ella, no son de fiar, pero a veces escriben como los dioses.
     —Murió hace mucho tiempo —le informó ella.
     —Yo estoy vivo y me gustaría que me ayudaras a ganar la carrera —repitió.
     Pensó que quizás podía parapetarse detrás de un muro y observarlo, mientras leía alguna cosa. Un poema de Robert Frost o de Octavio Paz. Era guapo, tenía un cuerpo duro y elástico, seguramente era un poco torpe haciendo el amor (¿qué hombre no lo era?), confundiría la pasión con la fuerza y jadearía demasiado, por eso ella tendría que enseñarle. Si una mujer no le enseña a hacer el amor a un hombre, este jamás aprende.
     —Voy a ayudarte —le dijo—, aunque no puedo prometerte nada.
     Él respiró con satisfacción. Parecía haber llegado a la meta o algo por el estilo. Se sintió tan generoso que encargó más refrescos, compró una rosa a una florista que pasaba, sintió algo así como un principio de locuacidad, pero no pudo decírselo, porque desconocía esa palabra.
     —Ganaremos —afirmó él, vanidoso, henchido, orgulloso.
     El plural le produjo escalofríos y sintió que podía arrepentirse de su decisión.
     —Ganarás la carrera y yo estaré mirándote desde lejos —corrigió.
     Él comprendió el mensaje subyacente.
     —Yo ganaré la carrera y tú estarás mirándome desde lejos, pero como si estuvieras junto a mí —aceptó—. Eres muy hermosa —agregó.
     —No te prometo nada —insistió.
     —Sólo una vez —dijo él—. Convencionalmente, una vez.
     A ella le pareció sorprendente que él supiera usar ese adverbio.
     —A cambio —le dijo— creo que tendrías que leer a Baudelaire.
     —¿Boqué? —preguntó él.
     —Baudelaire —repitió—. No te preocupes. La mayoría de las personas de este mundo no lo han leído y no pasa nada por eso, pero es uno de mis poetas favoritos. En cierto sentido —le dijo—, tú también eres un poeta: alguien que necesita ayuda para hacer algo completamente prescindible: correr metódicamente subido a un aparato incómodo, ascender colinas, descender laderas, mientras los perros ladran, los árboles están quietos y algunos espectadores aplauden, como si se tratara del circo.
     No entendía bien a las mujeres —su entrenador decía que eran criaturas difíciles—, pero le gustaba oírla, quizás podían pasar el resto de sus vidas haciendo eso: él corriendo por delante, los músculos tensos apretando los pedales, ella mirándolo y hablándole. Y con el sonido de su voz y su ritmo atravesarían los vallados, escalarían los montes, un minuto y una décima de ventaja en la primera vuelta, ¿dónde estás, mi amor, dándome aliento? Un minuto y veinte segundos en la siguiente vuelta, además de Baudelaire tendrás que leer a Poe, ese borracho lúcido, drogado de emociones fuertes; si te gustan las emociones fuertes, inclínate sobre el triángulo, el triángulo de la bici, correremos así, correremos entre los abetos, los pinos, los cipreses, las hayas, las acacias, vadearemos los pequeños ríos de aguas insignificantes, los caminos de piedra, los pueblos abandonados, tan abandonados como tú y yo ahora cuando se ha cumplido la décima vuelta y el ganador resuella, alguien le acerca una botella de agua mineral para que beba, se aproximan las muchachas con las flores pero yo estoy buscándote a ti, a ti, a ti, tus ojos en mi espalda, tu mirada en mi nuca, la fotografía con los besos fríos, convencionales, de las azafatas, te dije que te ayudaría sólo una vez, ahora es el turno de Edgar A. Poe.


Cuentos de ciclismo, AA. VV., 2000. Textos de Mariano Antolín, Carlos Casares, Martín Casariego, Alfredo Conde, Jesús Ferrero, Luis G. Martín, Alejandro Gándara, Javier García Sánchez, Ramón Irigoyen, Juan Madrid, Luis Martínez de Mingo, Ignacio Martínez de Pisón, José María Merino, Cristina Peri Rossi, Álvaro Pombo, Miguel Sánchez-Ostiz, Sara Rosenberg, Javier Tomeo, Ignacio Vidal-Folch, Alfredo Bryce Echenique. pp. 287 

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