RELATO Las fotografías | Jean de Berg



Al primer vistazo reconocí las fotografías: eran las que se proponían a las almas sensibles en esa librería donde, precisamente, me había encontrado con Ana.
Sin embargo, entonces no tuve la impresión de que la muchacha fuese conocida de la casa: en todo caso, no del vendedor que la había atendido.
Las series que Clara me mostró aquella tarde, eran de formato más grande y muy superiores en calidad a las que una vez había hojeado distraídamente en Montmartre. Esas imágenes no me llamaron demasiado la atención, las poses eran bastante comunes y en general carecían de un interés especial.
En cambio, las que me mostró Clara me parecieron muy distintas. No solamente porque reconocí a Ana en la linda modelo de sus fotos, sino, sobre todo, por su extraordinaria nitidez, en tanto que las malas pruebas que había contemplado antes no daban en absoluto esta impresión de realidad flagrante, más verdadera y palpable que si se trata del natural. Quizás esta sensación fuese provocada por la iluminación, o bien por el contraste muy sostenido de los negros y los blancos, que subrayaba la precisión de las líneas.
A pesar de esta diferencia, estaba seguro que los clichés serían más o menos los mismos. Clara debería experimentar un placer de tratante de esclavos al permitir así al primer venido comprar la imagen humillada de su amiga. Y era evidente que, desde el principio, conmigo buscaba esta clase de satisfacciones.
Utilizadas de esa manera, las fotos adquirían, tanto a sus ojos como a los míos, un valor aún mayor. Por otra parte, desde el punto de vista técnico eran excelentes, de modo que no pude menos que felicitar a la fotógrafa.
Estábamos sentados no lejos uno del otro, en sillones pequeños, pero muy cómodos, cerca de una mesa baja, bajo una lámpara de pie que durante las tomas debía servir de reflector.
Era la primera vez que venía a su casa. Desde la entrada, el confort y la alegría muy moderna de este ambiente (como del resto del apartamento, a juzgar por lo que vi) me habían sorprendido agradablemente, contrastando con la mala impresión que me produjeron la sombría e incómoda escalera y la pronunciada vejez del edificio.
Para asegurar el aislamiento respecto del mundo exterior, tan diferente, había corrido los pesados cortinajes de las ventanas, aunque estuviéramos en pleno día. Probablemente las ventanas darían sobre un exiguo patio, como suele ocurrir en las casas muy viejas, de manera que la luz que entraría por ellas debía ser bastante triste, más pobre y menos íntima que la de una hábil iluminación.
Clara me iba pasando una tras otra las fotografías, luego de examinarlas con sumo cuidado, mientras yo estaba ocupado con la precedente. Estaban puestas sobre cartón duro. Eran del tamaño del papel de carta comercial. La superficie, muy satinada, estaba protegida por una hoja transparente, que uno volvía para mirar la imagen.
En la primera, Ana está en combinación negra: debajo sólo lleva medias y un portaligas calado, semejante al que yo había admirado en el jardín de Bagatelle. Pero estas medias no tenían el revés bordado.
La muchacha se halla de pie, cerca de una columna, en la misma posición a que Clara la había obligado para ocultar, bajo la falda, la rosa robada. Sólo que aquí está descalza; y, en lugar del vestido, no tiene más que una combinación, cuyo ligero género levanta con las dos manos, exponiendo a las miradas los muslos entreabiertos y el vellón triangular del sexo. Una de las piernas está derecha, la otra levemente inclinada a la altura de la rodilla, y el pie correspondiente, posado a medias en el suelo.
Un canesú de encaje adorna lo alto de la combinación. Pero no se lo distingue bien, a causa de los pliegues que hace, pues el tirante derecho no está puesto y el izquierdo ha resbalado por el hombro. Así, la lencería negra se ve al sesgo y pasa por el medio de uno de los senos, en tanto que desnuda casi por completo al otro.
Son pechos perfectos, no demasiado abultados, bastante separados, con el círculo pardo que aureola el pezón bien redondo y curvas llenas de gracia.
La cara, enmarcada en parte por laxos rizos, está muy lograda: ojos consentidores, labios entreabiertos, una mezcla de encanto ingenuo y de sumisión. La cabeza se inclina de lado, hacia el seno libre y la pierna que se separa un poco.
Al poner de relieve las sombras, la iluminación da simultáneamente suavidad y precisión a las líneas. La luz proviene de una ventana de aspecto gótico, con severas rejas verticales, de la que sólo se divisa una parte, en segundo plano, al borde de la imagen. La columna que se ve en primer plano es de piedra, así como el marco de la ventana; tiene el mismo ancho que las caderas de la muchacha, que aparece en su proximidad. Al lado de ella, en el otro borde de la imagen, se distingue la parte anterior de una cama de hierro. El suelo forma un tablero de tres grandes baldosas negras y blancas.
La segunda foto está tomada de más cerca; muestra la cama en su totalidad. Es una cama de hierro para una persona, pintada en negro, desprovista de mantas. Las sábanas se ven en el más completo desorden. Las dos partes verticales de hierro, del pie y de la cabecera, son de un diseño pasado de moda: tallos metálicos curvándose y enrollándose en espirales, enlazados entre ellos por anillos más claros, sin duda dorados.
Ana está como antes, en combinación, pero ya no lleva medias ni portaligas. Está acostada a través de la cama sobre las sábanas en desorden, boca abajo, aunque un poco vuelta de lado, una cadera más levantada que la otra. La cara se hunde en la almohada, sobre la que se esparcen los rizos; el brazo derecho, replegado hacia arriba, enmarca la cabeza; el izquierdo, más separado, se alarga en dirección a la pared. De ese lado, donde el tirante se ve caído, uno adivina el nacimiento del seno bajo la axila.
La combinación negra sigue estando generosamente levantada, claro que esta vez por detrás. El sedoso género ha sido dispuesto con descuidado arte en la cavidad del talle y alrededor de las caderas, con la evidente intención de presentar como en un estuche las atractivas nalgas redondas, plenas, hendidas de manera sumamente provocadora. Su firme modelado presenta preciosos hoyuelos, que la postura disimétrica hace resaltar. Los muslos se abren sobre un hueco de sombra. La rodilla izquierda, flexionada, se adelanta en punta para desaparecer en un repliegue de las sábanas, mientras que el pie se vuelve hacia atrás hasta tocar la pierna izquierda, que se halla extendida.
La fotografía está tomada desde arriba, con el propósito de ofrecer una visión inmejorable de las nalgas.
En la que sigue, la muchacha está completamente desnuda, con las manos encadenadas a la espalda y de rodillas sobre el embaldosado blanco y negro. La imagen la muestra de perfil, también desde arriba. No se ve nada más que la muchacha desnuda, de rodillas, y el látigo.
Tiene la cabeza inclinada hacia adelante. La cabellera cae a los costados del rostro, que no se ve, descubriendo la nuca, lo más curvada posible. Bajo el hombro aparece la punta del seno. Los muslos están juntos, inclinados hacia atrás, y el busto doblado hacia adelante; las nalgas sobresalen agradablemente, listas para el suplicio. Las muñecas están atadas juntas por detrás, a la altura de la cintura, con una cadenita de metal brillante.
Una cadena idéntica sujeta los tobillos uno contra el otro. El látigo descansa sobre las baldosas, no lejos de los piececitos, dados vuelta, de los que sólo se divisa la planta.
Se trata de un látigo de cuero trenzado, como los que se usa para los perros. Se ensancha y endurece progresivamente desde la punta, fina y flexible, hasta la parte que se empuña, formando una especie de mango muy corto. La tralla inmóvil dibuja sobre el suelo una S, cuya extremidad más fina vuelve a curvarse en sentido contrario.
La muchacha sigue desnuda y de rodillas, ahora encadenada al pie de la cama. Se la ve de espaldas. Los tobillos también están atados juntos, bien apretados, pero cruzados, de modo que un pie pasa por encima del otro, lo que mantiene muy separadas las rodillas.
Los brazos, semiabiertos y levantados a cada lado de la cabeza rubia; las manos están un poco más alto que la cabeza. Los codos se ven ligeramente flexionados, el derecho un poco más que el izquierdo. Las muñecas, siempre con la misma cadenita de metal, están atadas a las dos extremidades de la barra combada que remata, en su parte superior, el enrejado de hierro negro.
El busto y los muslos se mantienen derechos. Pero todo el cuerpo se halla ligeramente girado, no obstante la fatiga ocasionada por esta postura, lo que hace sobresalir más una de las caderas. La cabeza, inclinada hacia adelante, sobre el costado derecho, casi tocando el hombro.
Las nalgas, bien puestas de relieve por líneas oscuras, muy nítidas y perfectamente diferenciadas, que se entrecruzan de los dos lados de la raya media; esas líneas se ven más o menos marcadas según el látigo haya o no golpeado con fuerza.
Evidentemente, esta imagen de Ana encadenada a su cama, arrodillada en una posición muy incómoda, se vuelve todavía más conmovedora a causa de las crueles huellas de los tormentos que acaba de soportar. Por detrás, las espirales de hierro negro componen elegantes arabescos.
La muchacha, desnuda, está atada a la columna de piedra con dos gruesas cuerdas. Se halla de pie y de frente, con las piernas abiertas y los brazos levantados. Sus ojos están cubiertos por una venda negra. La boca está lanzando un aullido, a menos que sea simplemente el exceso de dolor lo que la deforma.
Los tobillos están sujetos al pilar, a derecha e izquierda de su pie, diametralmente opuestos. Por consiguiente, las piernas se hallan bastante separadas y las rodillas apenas flexionadas. Los brazos están levantados y tirados hacia atrás, sólo visibles hasta los codos. Es muy probable que las manos estén atadas a la parte posterior de la columna.
Las cuerdas oprimieron profundamente la carne. Una de ellas pasa bajo la axila derecha y sube del otro lado del cuello, aprisionando todo el hombro. Otras se enrollan alrededor del brazo y los tobillos. También las hay que sujetan las piernas por debajo y por encima de cada rodilla, a fin de apretarlas bien contra la piedra al mismo tiempo que las separan lo máximo posible.
El cuerpo torturado, cuyas contracciones indican claramente que trata de debatirse en sus ataduras, tiene dos heridas profundas de donde mana abundante sangre.
Una de las heridas se extiende desde la punta del seno hasta la axila, del lado donde no hay ninguna cuerda. La sangre fluye en numerosos hilillos, de variable importancia, que se unen y se separan, configurando una complicada redecilla de venas en la cadera y buena parte del vientre. Hasta alcanzan la cavidad del ombligo y el vellón del sexo, hacia el que un espeso reguero desciende a lo largo de la ingle.
La segunda herida, situada mucho más abajo que la primera, decora el otro costado. Horada la ingle justo por encima del pubis, alcanzando un poco el bajo vientre y, bastante más, la parte interna del muslo; aquí la sangre forma anchos hilillos que cubren casi toda su superficie, tropezando finalmente con la cuerda ajustada alrededor de la rodilla. El líquido se acumula un momento en ese lugar y desde allí fluye directamente sobre una de las baldosas blancas, donde forma un pequeño charco.
Esta imagen, que a pesar de su romanticismo exagerado era de una atrocidad muy atrayente, no podía ser sino el resultado de un truco. No cabe duda que las dos heridas y la sangre derramada habían sido dibujadas, con pintura roja, en el cuerpo complaciente de la pequeña Ana. Pero estaba hecho con tanto esmero que engañaba muy fácilmente, a lo que contribuía las logradas contorsiones de la víctima.
Aunque tal vez el excesivo cuidado que se había puesto en distribuir los hilillos de sangre, así como la extremada fluidez que evidenciaban, bastaba para descubrir la superchería. En todo caso, las armoniosas líneas del cuerpo no se veían alteradas por su trazado, sino que, al contrario, se hallaban realzadas con un nuevo brillo.
La última fotografía era el resultado de un montaje análogo. Presuntamente sin vida, el cuerpo torturado de la víctima yacía sobre el embaldosado negro y blanco. Como en la anterior, sólo tenía por vestimenta una venda sobre los ojos.
Estaba acostada sobre el lado derecho, con la parte superior del busto semivolcada, de modo que el rostro quedaba mirando al cielo y al objetivo. El brazo derecho se hallaba extendido a lo largo del cuerpo, mientras que el izquierdo descendía sobre la cabeza, ocultando la oreja, pero ofreciendo bien a la vista el plumón de la axila y el seno.
Las piernas estaban flexionadas, la derecha ligeramente y la izquierda un poco más, la rodilla bien adelante. De la manera como estaba tomando, el cliché permitía ver a plena luz la faz interna del muslo derecho, las nalgas, la parte inferior del pubis y toda la región de carnes tiernas que se extiende desde este a aquellas.
La sangre que provenía de la hendidura media, fluyendo a raudales sobre lo alto del muslo y sobre cada lado del piso de grandes baldosas, daba la impresión de que la joven había sido empalada, o algo por el estilo.
Además, un reguero de sangre salía de su boca entreabierta y cruzaba la mejilla, como una cinta sinuosa, antes de alcanzar el suelo. A pesar de este detalle, la cara tenía una expresión apacible, casi de felicidad. Hasta se hubiera dicho que la boca sonreía.
Pude comprobar que esta foto no había sido tomada el mismo día que las otras, al menos que algunas de las otras. Es posible que se hubiera lavado la pintura que manchaba el seno, desde la pose precedente, pero tampoco aquí se veían huellas de los latigazos que habían estriado la grupa, huellas que, sin embargo, no desaparecen tan rápido… ¿Quizás entonces los clichés habían sido tomados en otro orden? ¿O bien esas encantadoras rayas sobre la piel era puro maquillaje, como el resto?
Estaba por preguntárselo a Clara cuando, al volverme hacia ella, vi que aún tenía en la mano una fotografía, lo que indicaba que la serie no había concluido.
Me la pasó. De inmediato tuve la sensación de que no sería como las anteriores. En principio, la tirada era sensiblemente diferente, pero había otra cosa. El cuerpo se hallaba truncado por el encuadre, en tanto que hasta aquí se lo veía siempre por entero. Además, el decorado ya no era el de una austera habitación gótica, sino el del lugar donde estábamos conversando en ese momento. Echada hacia atrás en uno de los silloncitos, una mujer con el camisón levantado hasta la mitad del vientre se acariciaba el interior del sexo.
Debido a que los pliegues del camisón eran demasiado imprecisos, sólo se distinguía nítidamente las partes desnudas: los dos brazos, las manos, el bajo vientre y la abertura de los muslos. Las piernas a partir de las rodillas, así como la cabeza y los hombros, quedaban fuera del campo fotográfico.
En la abertura de la entrepierna, el índice y el cordial de la mano izquierda separaban el labio de carne hacia uno de los lados, mientras que, del otro lado, el pulgar y el auricular de la derecha cumplían la misma función. El cuarto dedo de esta mano está flexionado; el índice toca la extremidad del clítoris, en evidente erección; más abajo, el cordial introduce toda una falange en el orificio bien expuesto. Bajo la violenta iluminación, la superficie de las mucosas brilla por efecto de las secreciones.
Lo que me puso sobre aviso, fueron las uñas laqueadas, muy oscuras, de esas dos manos. Recordó que las uñas de Ana estaban al natural. Y además, toda la posición, la curva de los brazos, cada detalle del gesto, todo me parecía menos entregado, menos amable, y el vellón un poco más oscuro. Alcé los ojos en dirección a Clara, para preguntarle si yo cono cía a la persona que le había servido de modelo.
Su cara no era la misma: más coloreada, menos fría, visiblemente turbada. De repente, el conjunto de su persona me pareció infinitamente más deseable que de costumbre. Llevaba un jersey negro y un pantalón ajustado; echada hacia atrás en un sillón, como en la foto, dejaba errar su mano por el hueco de los muslos. El cuidado barniz de sus uñas era de un rojo intenso.
De pronto comprendí que acababa de mostrarme su propia fotografía. Probablemente la había tomado con un disparador automático. El camisón muy envolvente y la supresión del rostro eran calculados: estos dos elementos hacían posible que ese cliché tuviera una continuidad con los otros, sin que nadie sospechara que la persona que servía de modelo ya no era la misma.
Puse el cartón con la foto en la mesa baja, sin dejar de mirar a Clara, vacilando en acercármele…
Pero Clara ya se había recobrado. Brusca mente levantada de su asiento, dio media vuelta y se me apareció de nuevo en su actitud ele todos los días: estricta, rígida, de una belleza sin falla.
No pronunció una sola palabra. Se quedo mirándome directamente a los ojos, un poco altanera, para ver si yo diría algo.
Y dije, señalando la mesa:
—¿La modelo de la última foto es también Ana?
—¿Quién otra quiere que sea? —me respondió con un tono seco, que no invitaba a seguir adelante.

La imagen. Berg, Jean de
NARRATIVA ERÓTICA (F). Novela
Noviembre 1977
La Sonrisa Vertical SV 3
ISBN: 978-84-7223-303-4
País edición: España. 128 pág.


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