RELATO La puerta | Jorge Jaramillo Villarruel



Le dijo que iba a sacar dinero del cajero para pagar la cuenta. Eso fue una hora antes y ella seguía esperando. Era una de esas mujeres demasiado bonitas que parecen haberse acostumbrado a que los hombres hagan todo por agradarles, pero esta vez las cosas no habían resultado como esperaba.
            Había pocas personas, el ambiente era íntimo y cálido. Desde la protección de un libro de Oscar Wilde, observé la acción. Él no llevaba dinero, y supuestamente fue a retirar efectivo del cajero; ella esperó confiada y aun pidió otro café, sin ver que la habían dejado colgada con la cuenta. Pobre chica.
            Cuando hasta para ella fue obvio que su acompañante no iba a regresar, le llamó por teléfono varias veces, sin recibir respuesta. Luego, comenzó a revolver nerviosamente su bolsa, esperando que de la nada apareciera un billete, que dios en su infinita inexistencia y bondad se compadeciera de ella y le hiciera un envío de dinero celestial. Por supuesto, nada de eso ocurrió, y ella ya no sabía qué hacer.
            Me puse de pie y me dirigí a su mesa. Ella no me vio hasta que me incliné para decirle al oído:
            —¿Quieres que pague tu cuenta?
            Me miró incrédula. Trató de negarse pero las palabras no le salían. Al final, como no tenía opción, aceptó mi oferta, deshaciéndose en agradecimientos.
            —¿Vives lejos?
            Guardó silencio.
            —Lo pregunto porque si no tienes cómo irte, yo te puedo llevar.
            Como no queriendo la cosa, aceptó. Pagué su cuenta y la mía, no dejé propina, salimos del establecimiento y fuimos en busca de un taxi. Mientras lo esperábamos, le pregunté si aceptaría tomarse una cerveza conmigo.
            —Sí, la verdad me gustaría una cerveza bien fría —reconoció, y por cerveza fría nos fuimos.
            Resultó ser una buena bebedora. Después de dos horas, perdí la cuenta de cuántas llevaba ella (yo siempre me tomó trece, es mi número de la suerte, y nunca pierdo la cuenta; con trece cervezas llego a un estado en el que siento la cabeza completamente vacía y fresca, y los recuerdos de todos mis problemas, que no son los peores pero existen y me agobian, desaparecen, y soy feliz). La plática era agradable, aunque intrascendental. Me contó que estudiaba diseño gráfico, que quería ser modelo, que no le gustaba leer pero admiraba a quienes sí lo hacían, aunque aceptó haber leído algo de Oscar Wilde.
            —El abanico de Lady nosequé.
            —Windermere.
            —¿Qué?
            —El abanico de Lady Windermere.
            —¡Ah! No sé, no me acuerdo. Lo leí en la prepa.
            »Lees mucho, ¿verdad?
            Solté una risita y dije: “Sí, algo”.
            Yo estaba un poco borracho. Ella, más. Comenzó a quejarse de su arraigada mala suerte con los hombres. Mencionó que al “culero que me dejó con la cuenta” lo había conocido en Tinder, y que se habían visto por primera vez esa tarde, en el café. Debía de estar desesperada para buscar el amor a través de una aplicación para citas. Ella parecía triste, pero sobre todo decepcionada. Me imaginé que el tipo se dedicaba a estafar así a las mujeres. Luego la vi a ella con más atención, y pensé que además de estafador, el cabrón era puto.
            Después de las chelas, fuimos por unos tacos a san Juan de Letrán. ¡Qué buena suerte! Habían bajado de precio. Nos echamos cinco y cinco, con agua de jamaica gratis. Todo iba muy bien, ella se mostraba cada vez más franca y abierta, digamos que se sentía en confianza. Incluso se reía con fuerza y me ponía la mano en el brazo, como lo hacen los viejos amigos.
            —¿Me llevas a mi casa? —preguntó con coquetería, guiñándome un ojo.
            —¿Dónde vives?
            —Acá, en Isabel —al decirlo, me tomó del brazo y me condujo unos pasos en la dirección correcta.
            Isabel la Católica no quedaba lejos, podíamos caminar y eso fue lo que hicimos. Sí, caminamos lado a lado, ella tomada de mi brazo, protegiéndose de un frío imaginario. Era una noche clara, al andar por esas calles viejas, bajo la luz amarilla del alumbrado y con la luna en cuarto menguante como telón de fondo, comencé a sentirme romántico, como no me pasaba desde los dieciséis años, cuando todavía me enamoraba, antes de aprender a las malas que el amor no existe, conocimiento que comenzaba a cuestionar en ese momento.
            Puse mi mano libre sobre la suya, la que llevaba colgada de mi brazo. Ella notó el contacto, lo supe porque al momento apoyó su cabeza en mi hombro, indicándome que había hecho bien. Esto me obligó a caminar erguido, pues no era yo mucho más alto que ella. Tiendo a caminar ligeramente encorvado, pero esa noche no me importó hacer el esfuerzo de llevar la espalda recta y hacerme notar.
            Nuestros dedos se entrelazaron, nuestro andar se hizo más lento. Ya no hablábamos tanto, ella parecía cansada, pero contenta. Nos lanzábamos miradas furtivas, acompañadas de sonrisas. Yo gozaba cada segundo de ese paseo nocturno. De noche, la ciudad se transforma, y nosotros con ella. Y esa noche, yo no quería que llegara el amanecer. Por mí, que el sol se hubiera ido para siempre, o que el tiempo se hubiera detenido. El momento era ideal. Hice lo posible para prolongarlo indefinidamente, ralentizaba mi andar y el suyo, me detenía, señalaba detalles en los árboles, en las paredes, en las estrellas. A ella no parecía importarle, tampoco parecía tener prisa por llegar.
            Unos metros más adelante, justo debajo de un poste de luz pálida, de un melancólico tono verde, de ésos que ya quedan muy pocos y que provocan una sensación de vacío en las tripas, ella se detuvo en seco y se puso frente a mí. Nos tomamos de las manos. Nos miramos a los ojos, en silencio, yo esperando el instante supremo, inminente del beso. Sus labios se abrieron lentamente, su boca se acercaba apenas perceptiblemente a mí.
            —Aquí vivo —dijo, señalando una puerta—. Gracias por acompañarme, por pagar mi cuenta.
            Me besó apenas rozando la mejilla, dijo “¡bye!” con voz alegre, y desapareció antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar.


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Jorge Jaramillo Villarruel. Colaboró en Bolivia tres punto cero con ficciones quincenales, y ha publicado cuentos y artículos en diversos medios, digitales e impresos. En 2014 publicó su primera novela, Los elefantes son contagiosos (BUAP) y forma parte de las antologías de cuento The best of spanish steampunk (Nevsky) y minificción Alebrije de palabras (BUAP), entre otras compilaciones. En los próximos meses, saldrá a la venta su libro de cuentos Amor y cohetes. Su blog es https://amorycohetes.wordpress.com/


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