ACERCAMIENTOS Enriqueta Ochoa: flecha que se dispara | Nadia Contreras


Para Juan de Dios Rivas Castañeda

Hace unos días culminó en Torreón el Festival de la palabra “Enriqueta Ochoa 2015” (6-14 de noviembre). Un evento en el que se tuvo la oportunidad de convivir con creadores de diversas disciplinas. Se entregó también el premio de poesía que lleva el nombre de la escritora torreonense al poeta Oscar David López. De ahí que haga un pequeño apunte sobre lo que para mí significa la obra de Enriqueta Ochoa. No es un análisis profundo de su obra, más bien la emoción que vivo al momento de releerla.

La poesía de Enriqueta Ochoa (Torreón, Coahuila, 2 de mayo de 1928 - Ciudad de México, 1 de diciembre de 2008) es luz. Y esa luz tiene el poder de hundirse en el corazón del hombre. Es una luz que fecunda ese corazón. Es también arrebato, pero no un arrebato que quiebra por el medio. Es un arrebato que se erige en lo erótico. La poesía de Ochoa es la poesía de lo erótico. Hablo, por supuesto, de un erotismo de hilo fino, cargado de sensualidad y misterio. El erotismo y la luz tiene múltiples alcances; ambos son fuego, búsqueda, concepción, angustia, Dios, pero también ciudad, su centro. La luz y el erotismo son revelación.

Otro elemento importante de la poesía de Enriqueta, es la relación que establece con la naturaleza, con el cielo y la tierra. La tierra, sobre todo. Y ¿qué es la tierra si no un pliegue más de la luz? La tierra es el cuerpo mismo como lo podemos atestiguar en Las vírgenes terrestres (1972), un texto maravilloso del que rescato el siguiente poema:

Duele esta tierra henchida de vigores
sollamando la frente,
quemando las entrañas...

Todo mi nombre dentro se me rompe de odio:
odio a la puerta en mí, siempre llamada,
odio al jardín de afanes desgajados
entre el sol y la muerte.

Por encima de las colinas arde la luz,
el tiempo se deshoja
y yo envejezco aquí traspasada de urgencias
frente a la puerta hermética.
Soy la virgen terrestre espesa de amargura,
desolada corriendo
del reguero de impactos en mi pulso.
Ya no me soporto en las grietas de la espera
ni el sopor del silencio.

La tierra, ese cuerpo, se duele ante la vida, ante el sufrimiento, el abandono, la muerte. Se duele de la injusticia, del privilegio de unos cuantos y el olvido de las mayorías. La poesía de Enriqueta se erige en la herida, se vuelve luz, faro en oscuridad del mundo. Por ello, esta poesía atina al corazón del hombre, lo alumbra, lo engrandece. Poesía sí, para enfrentar lo absurdo. Bajo el oro pequeño de los trigos (1984) sintetiza esta postura: ella, la poeta, como una flecha que se dispara:

Retrato en sepia

Obediente a la voz cósmica, agrio el destino,
yo fui levantada en torbellino de lamentos.
Yo fui la piedra de escándalo:
contra mí se reventaron las lágrimas
de todos mis hermanos. Yo fui
la piedra que tiritó en la puerta
y en los patios de las casas,
sin acceso al hogar que aglutina a los hombres.
La piedra con la que los otros tropezaban
encendidos de vergüenza.
La piedra del destierro,
la que debió perderse en el fondo del légamo;
el labio sumergido en la hiel;
el receptáculo del sacrificio
en donde vaciaron la indiferencia, la cólera, el despecho.
Yo el perro sin dueño, rastreando compañía,
con la cabeza gacha, abatido de soledad.
Cuando me vaya
no querré aullar,
cojeando por los mismos caminos.
Quiero dispararme como flecha
hacia la dimensión que corresponda.

A mitad de la borrasca de este tiempo
debí hacer cantar al pájaro ciego en mi garganta,
sola, sobrecogida por el relámpago y el trueno,
calada hasta los huesos, bajo la tormenta.
Canté y canté, bebiéndome las lágrimas.
Sin ti, Marianne,
se me habrían enlutado, sin amor, los caminos.


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