CRÓNICA Hoy inician las posadas | Michel Torres


Cada año, desde que recuerdo y, espero, hasta mucho más allá de mi tiempo en esta tierra, cada 16 de diciembre alguien recordará que es la fecha cuando empiezan las posadas. Yo creo que hay todavía varias generaciones de mexicanos que no podemos entender la Navidad sin pensar también en la serie de fiestas que la anuncian. Y para mí, toda la época de fiestas que inician el 16 y concluyen la madrugada del 25 de diciembre comienza con una muy arraigada memoria olfativa: el inolvidable, inconfundible olor del mercado del barrio. Pilas y pilas de la variedad de dulces que componen la llamada “colación”, pasillos enteros ofreciendo lustrosas y seductoras frutas para la piñata y para el ponche, el olor del barro y la pintura fresca de las figuras para los Nacimientos, el musgo y el heno, las ramas, todavía chorreando resina olorosa, con que se construían los pesebres; las ramas de pino adornadas con listones y esferas.

Y cómo olvidar el olor a barro mojado, papel de China y engrudo del laberinto de las piñatas. Por lo menos una docena de años, los que comprenden mi infancia en mi ciudad natal, imprimieron una postal sentimental que ni la distancia ni la edad, ni el cambio que lento e impasible se va colando entre la cotidianidad han podido borrar. Para mí, irremediablemente, la Navidad va a empezar en la nariz. Al recuerdo dulzón, frutal y lleno de especias del mercado le siguen diversas escenas vistas siempre hacia arriba: mi mirada de niña maravillada tratando de abarcar toda la estampa luminosa del árbol en su primera noche en casa; mirada hambrienta y expectante ante la mesa puesta para la cena, mirada divertida y feliz durante el brindis y los abrazos.

Aunque intento recordar alguna cena en especial, alguna de esas 12 noches de mi infancia, la memoria se empeña en regresar al mercado y sus maravillas decembrinas. Pero ya no es la nariz la que se regodea, ahora es el turno de los ojos con las series de cables verdes y foquitos amarillos, azules, rojos y verdes, enredadas en sus cajas de cartón, siempre prendidas y parpadeantes para convencer de su buen funcionamiento; las esferas de cristal y diseños caprichosos de brillantina: nochebuenas diamantadas, escenas de nevadas imposibles, campanas mudas pero preciosas, angelitos y santacloses de sonrisas seductoras.

Tienen su lugar muy especial todas las artesanías especiales del momento: los infaltables faroles de papel, doblados como abanicos, las figuras de papel metálico y de papel de china para adornar los exteriores. Y las estrellas de cartoncillo blanco, bañado en diamantina, con una estampa con la carita de un ángel regordete, especiales para señalar el lugar preciso del milagro navideño. Los peces de colores, cisnes y patos, tortugas y gallinas, conejos y borregos junto a los pastores y vírgenes, Reyes Magos y San José, todos invitando desde su mirada de pintura brillante a llevárselos, a completar la escena bucólica en casa. Lugar aparte tenían los diablos, con o sin bolsa de dinero, con o sin mueca de enojo o de maldad, pero siempre colorados y con alas de murciélago. También los ángeles tenían su propia categoría: de túnicas rosas o azules, cabelleras rubias y largas alas blancas, no estaban hechos para mezclarse con los guajolotes, los puentes o los humildes peregrinos.

Desde hace varios años escucho a algunas personas y leo a muchas otras en diversos foros, quejarse de la pérdida de estas costumbres. Yo no estoy muy segura de que la causa de los cambios en la forma de cumplir estas tradiciones sea por pura mezquindad de la gente, en cambio sí creo que la sociedad hace lo que puede para acoplarse a los tiempos que le tocan. Pero este texto no se trata de lamentarse por el pasado, ni de indagar qué o quién tiene (si la hay) la culpa de que los tiempos cambien. Seguramente alguna bisabuela mía ya se entristecía o se indignaba en su momento ante la falta de respeto por la tradición navideña de su generación.

Yo no lamento los cambios, con todo y que mi experiencia la recuerdo genuinamente feliz y maravillosa: puedo decir, con toda sinceridad, que atesoro esas postales sentimentales, que regreso a ellas cada año, que se quedan como en una cajita donde se han acumulado muchas otras navidades de mi vida de adulta. Pero esa primera impresión, la de la infancia, sin lugar a dudas es la más perdurable.

Fotografía | Imágenes de Google 


0 Comentarios