TEXTOS CARDINALES Persuasión | Jane Austen

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Sólo un día había pasado desde la conversación de Ana con Mrs. Smith, pero ahora tenía un interés más inmediato y se sentía poco afectada por la mala conducta de Mr. Elliot, excepto porque debía aún una visita de explicación a Lady Russell, que de nuevo debió postergar. Había prometido estar con los Musgrove desde el desayuno hasta la cena. Lo había prometido, y la explicación del carácter de Mr. Elliot, al igual que la cabeza de la sultana Scherazada, tendría que dejarse para otro día.
     Sin embargo, no pudo ser puntual; el tiempo se presentó malo y se lamentó de ello por sus amigos y por ella antes de intentar salir de paseo. Cuando, llegando a White Hart, se encaminó a la casa encontró que no sólo había llegado tarde, sino que tampoco era la primera en estar ahí. Los que habían llegado antes eran Mrs. Croft, que conversaba con Mrs. Musgrove, y el capitán Harville, que conversaba con el capitán Wentworth, y de inmediato supo que María y Enriqueta, sumamente impacientes, habían aprovechado el momento en que la lluvia había cesado, pero volverían pronto, y habían comprometido a Mrs. Musgrove a no dejar partir a Ana hasta que ellas volvieran. No le quedó más remedio que acceder, sentarse, adoptar un aspecto de compostura y sentirse de nuevo precipitada en todas las agitaciones de penas que había probado la mañana anterior. No había tregua. De la extrema miseria pasaba a la mayor felicidad, y de ésta, a otra extrema miseria. Dos minutos después de haber llegado ella, decía el capitán Wentworth:
     —Escribiremos la carta de la que hemos hablado ahora mismo, Harville, si me proporciona usted los medios para hacerlo.
     Los materiales estaban a mano, sobre una mesa apartada; allí se dirigió él y, casi de espaldas a todo el mundo, comenzó a escribir.
     Mrs. Musgrove estaba contando a Mrs. Croft la historia del compromiso de su hija mayor, con ese tono de voz que quiere ser un murmullo, pero que todo el mundo puede escuchar. Ana sentía que ella no era parte de esa conversación, y sin embargo, como el capitán Harville parecía pensativo y poco dispuesto a hablar, no pudo evitar oír una serie de detalles: «Como Mr. Musgrove y mi hermano Hayter se encontraron una y otra vez para ultimar los detalles; lo que mi hermano Hayter dijo un día, y lo que Mr. Musgrove propuso al siguiente, y lo que le ocurrió a mi hermana Hayter, y lo que los jóvenes deseaban, y como lo dije en el primer momento que jamás daría mi consentimiento, y como después pensé que no estaría tan mal», y muchas más cosas por el estilo; detalles que aun con todo el gusto y la delicadeza de la buena Mrs. Musgrove no debían comunicarse; cosas que no tenían interés más que, para los protagonistas del asunto. Mrs. Croft escuchaba de muy buen talante y cuando decía algo, era siempre sensata. Ana confiaba en que los caballeros estuvieran demasiado ocupados para oír.
     —Considerando todas estas cosas, señora —decía Mrs. Musgrove en un fuerte murmullo—, aunque hubiéramos deseado otra cosa, no quisimos oponernos por más tiempo, porque Carlos Hayter está loco por ella, y Enriqueta más o menos lo mismo; y así, creímos que era mejor que se casaran cuanto antes y fueran felices, como han hecho tantos antes que ellos. En todo caso, esto es mejor que un compromiso largo.
     —¡Es lo que iba a decir! —exclamó mistress Croft—. Prefiero que los jóvenes se establezcan con una renta pequeña y compartan las dificultades juntos antes que pasar por las peripecias de un largo compromiso. Siempre he pensado que…
     —Mi querida Mrs. Croft —exclamó Mrs. Musgrove, sin dejarla terminar—, nada hay tan abominable como un largo compromiso. Siempre he estado en contra de esto para mis hijos. Está bien estar comprometidos si se tiene la seguridad de casarse en seis meses, o aun en un año… pero ¡Dios nos libre de un compromiso largo!
     —Sí, señora —dijo Mrs. Croft—, es un compromiso incierto el que se toma por mucho tiempo. Empezando por no saber cuándo se tendrán los medios para casarse, creo que es poco seguro y poco sabio, y creo también que todos los padres debieran evitarlo hasta donde les fuera posible.
     Ana se sintió de pronto interesada. Sintió que esto se podía aplicar a ella. Se estremeció de pies a cabeza y en el mismo momento en que sus ojos se dirigían instintivamente a la mesa ocupada por el capitán Wentworth, éste dejaba de escribir, levantaba la pluma y escuchaba, al mismo tiempo que volviendo la cabeza cambiaba con ella una rápida mirada.
     Las dos señoras continuaron hablando de las verdades admitidas, y dando ejemplos de los males que la ruptura de esta costumbre había acarreado a gentes conocidas, pero Ana no pudo oír bien; solamente sentía un murmullo y su mente daba vueltas.
     El capitán Harville, que nada había escuchado, dejó en este momento su silla y se acercó a la ventana; Ana pareció mirarlo aunque la verdad es que su pensamiento estaba ausente. Por fin comprendió que Harville la invitaba a sentarse a su lado. La miraba con una ligera sonrisa y un movimiento de cabeza que parecía decir: «Venga, tengo algo que decirle», y sus modales sencillos y llenos de naturalidad, pareciendo corresponder a un conocimiento más antiguo, invitaban también a que se sentara a su lado. Ella se levantó y se aproximó. La ventana donde él estaba se encontraba al lado opuesto de la habitación donde las señoras estaban sentadas y más cerca de la mesa ocupada por el capitán Wentworth, aunque bastante alejada de ésta. Cuando ella llegó, el gesto del capitán Harville volvió a ser serio y pensativo como de costumbre.
     —Vea —dijo él, desenvolviendo un paquete y sacando una pequeña miniatura—, ¿sabe usted quién es éste?
     —Ciertamente, el capitán Benwick.
     —Sí, y también puede adivinar quién es el autor. Pero —en tono profundo— no fue hecho para ella. Miss Elliot, ¿recuerda usted nuestra caminata en Lyme, cuando lo compadecíamos? Bien poco imaginaba yo que… pero esto no viene al caso. Esto fue hecho en El Cabo. Se encontró en El Cabo con un hábil artista alemán, y cumpliendo una promesa hecha a mi pobre hermana posó para él y trajo esto a casa. ¡Y ahora tengo que entregarlo cuidadosamente a otra! ¡Vaya un encargo! Mas ¿quién, si no, podría hacerlo? Pero no me molesta haber encontrado otro a quien confiarlo. Él lo ha aceptado —señalando al capitán Wentworth—; está escribiendo ahora sobre esto.
     Y rápidamente añadió, mostrando su herida:
     —¡Pobre Fanny, ella no lo habría olvidado tan pronto!
     —No —replicó Ana con voz baja y llena de sentimiento—; bien lo creo.
     —No estaba en su naturaleza. Ella lo adoraba.
     —No estaría en la naturaleza de ninguna mujer que amara de verdad.
     El capitán Harville sonrió y dijo:
     —¿Pide usted este privilegio para su sexo?
     Y ella, sonriendo también, dijo:
     —Sí. Nosotras no nos olvidamos tan pronto de ustedes como ustedes se olvidan de nosotras.
     Quizá sea éste nuestro destino y no un mérito de nuestra parte. No podemos evitarlo. Vivimos en casa, quietas, retraídas, y nuestros sentimientos nos avasallan. Ustedes se ven obligados a andar. Tienen una profesión, propósitos, negocios de una u otra clase que los llevan sin tardar de vuelta al mundo, y la ocupación continua y el cambio mitigan las impresiones.
     —Admitiendo que el mundo haga esto por los hombres (que sin embargo yo no admito), no puede aplicarse a Benwick. Él no se ocupaba de nada. La paz lo devolvió en seguida a tierra, y desde entonces vivió con nosotros en un pequeño círculo de familia.
     —Verdad —dijo Ana—, así es; no lo recordaba. Pero ¿qué podemos decir, capitán Harville? Si el cambio no proviene de circunstancias externas debe provenir de adentro; debe ser la naturaleza, la naturaleza del hombre la que ha operado este cambio en el capitán Benwick.
     —No, no es la naturaleza del hombre. No creeré que la naturaleza del hombre sea más inconstante que la de la mujer para olvidar a quienes ama o ha amado; al contrario, creo en una analogía entre nuestros cuerpos y nuestras almas; si nuestros cuerpos son fuertes, así también nuestros sentimientos: capaces de soportar el trato más rudo y de capear la más fuerte borrasca.
     —Sus sentimientos podrán ser más fuertes —replicó Ana—, pero la misma analogía me autoriza a creer que los de las mujeres son más tiernos. El hombre es más robusto que la mujer, pero no vive más tiempo, y esto explica mi idea acerca de los sentimientos. No, sería muy duro para ustedes si fuese de otra manera. Tienen dificultades, peligros y privaciones contra los que deben luchar. Trabajan siempre y están expuestos a todo riesgo y a toda dureza. Su casa, su patria, sus amigos, todo deben abandonarlo. Ni tiempo, ni salud, ni vida pueden llamar suyos. Debe ser en verdad bien duro   —su voz falló un poco— si a todo esto debieran unirse los sentimientos de una mujer.
     —Nunca nos pondremos de acuerdo sobre este punto —comenzó a decir el capitán Harville, cuando un ligero ruido los hizo mirar hacia el capitán Wentworth. Su pluma se había caído; pero Ana se sorprendió de encontrarlo más cerca de lo que esperaba, y sospechó que la pluma no había caído porque la estuviese usando, sino porque él deseaba oír lo que ellos hablaban, y ponía en ello todo su esfuerzo. Sin embargo, poco o nada pudo haber entendido.
     —¿Ha terminado usted la carta? —preguntó el capitán Harville.
     —Aún no; me faltan unas líneas. La terminaré en cinco minutos.
     —Yo no tengo prisa. Estaré listo cuando usted lo esté. Tengo aquí una buena ancla sonriendo a Ana; no deseo nada más. No tengo ninguna prisa. Bien, miss Elliot —bajando la voz—, como decía, creo que nunca nos pondremos de acuerdo en este punto. Ningún hombre y ninguna mujer lo harán probablemente. Pero déjeme decirle que todas las historias están en contra de ustedes; todas, en prosa o en verso. Si tuviera tan buena memoria como Benwick, le diría en un momento cincuenta frases para reforzar mi argumento, y no creo que jamás haya abierto un libro en mi vida en el que no se dijera algo sobre la veleidad femenina. Canciones y proverbios, todo habla de la fragilidad femenina. Pero quizá diga usted que todos han sido escritos por hombres.
     —Quizá lo diga… pero, por favor, no ponga ningún ejemplo de libros. Los hombres tienen toda la ventaja sobre nosotras por ser ellos quienes cuentan la historia. Su educación ha sido mucho más completa; la pluma ha estado en sus manos. No permitiré que los libros me prueben nada.
     —Pero ¿cómo podemos probar algo?
     —Nunca se podrá probar nada sobre este asunto. Es una diferencia de opinión que no admite pruebas. Posiblemente ambos comenzaríamos con una pequeña circunstancia en favor de nuestro sexo, y sobre ella construiríamos cuanto se nos ocurriera y hayamos visto en nuestros círculos. Y muchas de las cosas que sabemos (quizá aquéllas que más han llamado nuestra atención) no podrían decirse sin traicionar una confidencia o decir lo que no debe decirse.
     —¡Ah —exclamó el capitán Harville, con tono de profundo sentimiento—, si solamente pudiera hacerle comprender lo que sufre un hombre cuando mira por última vez a su esposa y a sus hijos, y ve el barco que los ha llevado hasta él alejarse, y se da vuelta y dice: «Quién sabe si volveré a verlos alguna vez»! Y luego, ¡si pudiera mostrarle a usted la alegría del alma de este hombre cuando vuelve a encontrarlos; cuando, regresando de la ausencia de un año y obligado tal vez a detenerse en otro puerto, calcula cuánto le falta aún para encontrarlos y se engaña a sí mismo diciendo: «No podrán llegar hasta tal día», pero esperando que se adelante doce horas, y cuando los ve llegar por fin, como si el cielo les hubiese dado alas, mucho más pronto aún de lo que los esperaba!
     —¡Si pudiera describirle todo esto, y todo lo que un hombre puede soportar y hacer, y las glorias que puede obtener por estos tesoros de su existencia! Hablo, por supuesto, de hombres de corazón —y se llevó la mano al suyo con emoción.
     —¡Ah! —dijo Ana—, creo que hago justicia a todo lo que usted siente y a los que a usted se parecen. Dios no permita que no considere el calor y la fidelidad de sentimientos de mis semejantes. Me despreciaría si creyera que la constancia y el afecto son patrimonio exclusivo de las mujeres. No creo que son ustedes capaces de cosas grandes y buenas en sus matrimonios. Los creo capaces de sobrellevar cualquier cambio, cualquier problema doméstico, siempre que… si se me permite decirlo, siempre que tengan un objeto. Quiero decir, mientras la mujer que ustedes aman vive y vive para ustedes. El único privilegio que reclamo para mi sexo (no es demasiado envidiable, no se alarme) es que nuestro amor es más grande; cuando la existencia o la esperanza han desaparecido.
     No pudo decir nada más, su corazón estaba a punto de estallar, y su aliento, entrecortado.
     —Tiene usted un gran corazón —exclamó el capitán Harville tomándole el brazo afectuosamente   —. No habrá más discusiones entre nosotros. En lo que se refiere a Benwick, mi lengua está atada a partir de este momento.
     Debieron prestar atención a los otros. Mrs. Croft se retiraba.
     —Aquí debemos separamos, Federico —dijo ella—; yo voy a casa y tú tienes un compromiso con tu amigo. Esta noche tendremos el placer de encontrarnos todos nuevamente en su reunión —dirigiéndose a Ana—. Recibimos ayer la tarjeta de su hermana, y creo que Federico tiene también invitación, aunque no la he visto. Tú estás libre, Federico, ¿no es así?
     El capitán Wentworth doblaba apresuradamente una carta y no pudo dar una respuesta como es debido.
     —Sí —dijo—, así es. Aquí nos separamos, pero Harville y yo saldremos detrás de ti. Si Harville está listo, yo no necesito más que medio minuto. Estoy a tu disposición en un minuto.
     Mrs. Croft los dejó, y el capitán Wentworth, habiendo doblado con rapidez su carta, estuvo listo, y pareció realmente impaciente por partir. Ana no sabía cómo interpretarlo. Recibió el más cariñoso: «Buenos días. Quede usted con Dios», del capitán Harville, pero de él, ni un gesto ni una mirada. ¡Había salido del cuarto sin una mirada!
     Apenas tuvo tiempo de aproximarse a la mesa donde había estado él escribiendo, cuando se oyeron pasos de vuelta. Se abrió la puerta; era él. Pedía perdón, pero había olvidado los guantes, y cruzando el salón hasta la mesa de escribir, y parándose de espaldas a Mrs. Musgrove, sacó una carta de entre los desparramados papeles y la colocó delante de los ojos de Ana con mirada ansiosamente fija en ella por un tiempo, y tomando sus guantes se alejó del salón, casi antes de que Mrs. Musgrove se hubiera dado cuenta de su vuelta.
     La revolución que por un instante se operó en Ana fue casi inexplicable. La carta con una dirección apenas legible a «Miss A. E.» era evidentemente la que había doblado tan aprisa. ¡Mientras se suponía que se dirigía únicamente al capitán Benwick, le había estado escribiendo a ella! ¡Del contenido de esa carta dependía todo lo que el mundo podía ofrecerle! ¡Todo era posible; todo debía afrontarse antes que la duda! Mrs. Musgrove tenía en su mesa algunos pequeños quehaceres. Ellos protegerían su soledad, y dejándose caer en la silla que había ocupado él cuando escribiera, leyó:

No puedo soportar más en silencio. Debo hablar con usted por cualquier medio a mi alcance. Me desgarra usted el alma. Estoy entre la agonía y la esperanza. No me diga que es demasiado tarde, que tan preciosos sentimientos han desaparecido para siempre. Me ofrezco a usted nuevamente con un corazón que es aún más suyo que cuando casi lo destrozó hace ocho años y medio. No se atreva a decir que el hombre olvida más prontamente que la mujer, que su amor muere antes. No he amado a nadie más que a usted. Puedo haber sido injusto, débil y rencoroso, pero jamás inconsciente. Sólo por usted he venido a Bath; sólo por usted pienso y proyecto. ¿No se ha dado cuenta? ¿No ha interpretado mis deseos? No hubiera esperado estos diez días de haber podido leer sus sentimientos como debe usted haber leído los míos. Apenas puedo escribir. A cada instante escucho algo que me domina. Baja usted la voz, pero puedo percibir los tonos de esa voz cuando se pierde entre otras. ¡Buenísima, excelente criatura! No nos hace usted en verdad justicia. Crea que también hay verdadero afecto y constancia entre los hombres. Crea usted que estas dos cosas tienen todo el fervor de 
F. W.

Debo irme, es verdad. Pero volveré o me reuniré con su grupo en cuanto pueda. Una palabra, una mirada me bastarán para comprender si debo ir a casa de su padre esta noche o nunca...


***
Persuasión es la última novela escrita por Jane Austen. La empezó a escribir poco tiempo después de haber terminado Emma, la terminó de escribir en agosto de 1816. Austen murió a la edad de 41 años en 1817, no obstante Persuasión fue publicada como trabajo póstumo en 1818.

Persuasión está conectada con La abadía de Northanger no solamente por haber sido publicada junto a ésta en un solo tomo dos años más tarde, sino también porque ambas historias toman lugar en Bath, balneario al que Jane acudía en aquella época.

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