ACERCAMIENTOS El cuerpo del otro | Roland Barthes

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CUERPO. Todo pensamiento, toda emoción, todo interés suscitados en el sujeto amoroso por el cuerpo amado.

Su cuerpo estaba dividido: por una parte, su cuerpo propio —su piel, sus ojos—, tierno, cálido, y, por la otra, su voz, breve, contenida, sujeta a accesos de distanciamiento, su voz, que no daba lo que daba su cuerpo. O incluso: por un lado, su cuerpo mullido, tibio, justamente suave, afelpado, jugando con la timidez, y, por el otro, su voz —la voz, siempre la voz—, sonora, bien formada, mundana, etc.
A veces una idea se apodera de mí: me pongo a escrutar largamente el cuerpo amado (como el narrador ante el sueño de Albertina). Escrutar quiere decir explorar: exploro el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene dentro, como si la causa mecánica de mi deseo estuviera en el cuerpo adverso (soy parecido a esos chiquillos que desmontan un despertador para saber qué es el tiempo). Esta operación se realiza de una manera fría y asombrada; estoy calmo, atento, como si me encontraran ante un insecto extraño del que bruscamente ya no tengo miedo. Algunas partes del cuerpo son particularmente apropiadas para esta observación: las pestañas, las uñas, el nacimiento de los cabellos, los objetos muy parciales. Es evidente que estoy entonces en vías de fetichizar a un muerto. La prueba de ello es que, si el cuerpo que yo escruto sale de su inercia, si se pone a hacer algo, mi deseo cambia; si, por ejemplo, veo al otro pensar, mi deseo cesa de ser perverso, vuelve a hacerse imaginario, y regreso a una Imagen, a un Todo: una vez más, amo.


Proust.


(Veía todo su rostro, su cuerpo, fríamente: sus pestañas, la uña de su pulgar, la finura de sus cejas, de sus labios, el esmalte de sus ojos, un toque de belleza, una manera de extender los dedos al fumar; estaba fascinado —no siendo la fascinación, en suma, más que el extremo del desapego— por esta suerte de figurín coloreado, porcelanizado, vitrificado, en el que podía leer, sin comprender nada, la causa de mi deseo).


Texto tomado del libro Fragmentos de un discurso amoroso, publicado en 1977.



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