CRÓNICA El poeta y la boxeadora | Alejandro Toledo

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Cuenta la boxeadora:
     —Yo, don Jaime, descubrí sus poemas hace apenas tres años. Mi papá era encargado en una pulquería y llegaba gente que le decía, por ejemplo: «Deme tantos litros y le dejo este cinturón». Y así le iban dejando cosas. En uno de esos intercambios se quedó con un tomo en pasta dura roja que contenía poemas, aún lo conservo, y en él venía el poema «Los amorosos». Era una antología de poesía mexicana preparada por Carlos Monsiváis. Tanto me conmovieron esos versos que cuando encontraba el poema en algún libro, doblaba la esquina de las hojas. Luego busqué la obra reunida, el Nuevo recuento de poemas, que me gusta muchísimo.
     Escucha el poeta y confiesa a su vez:
     —Pues más o menos fue cuando te conocí, Laura. Entonces ya te hacían entrevistas en la televisión y en los periódicos. Fue cuando ibas a pelear por el campeonato. Lo recuerdo muy bien.
Así, poeta y boxeadora, Jaime Sabines y Laura Serrano, celebraron un único encuentro. Fuera del cuadrilátero y los libros, round por round, verso a verso (como diría Antonio Machado), la charla ocurre.

* * *

Recuerda la boxeadora que el jueves 24 de septiembre de 1997 llegó a la sala Nezahualcóyotl, de la Universidad Nacional, pues quería escuchar al poeta Jaime Sabines. Encontró las puertas de cristal cerradas, y cientos de muchachos afuera sin esperanzas de poder entrar. Se quedó entonces pegada al cristal, resignada a seguir los versos del autor de Horal, Tarumba y Diario semanario desde las bocinas que habían instalado en las afueras de la sala. Mas la puerta se abrió de pronto y alguien dijo:
     —Siete personas más.
     Y logró pasar.
     El poeta también tiene imágenes de esa jornada.
     —Me conmovió ver un video de lo que ocurrió afuera de la sala Nezahualcóyotl porque era una multitud de estudiantes, como si asistieran a un partido de fútbol.
Antes de la lectura, se le acercó a Sabines el coordinador de Difusión Cultural de la Universidad Nacional y le pidió:
     —Don Jaime, por favor, diga usted algunas palabras a los muchachos que están afuera, tenemos miedo de que vayan a romper las puertas.
     Sabines dijo:
     —Les agradezco mucho a todos su presencia, y especialmente a los que están afuera, a los que no alcanzaron a entrar.
     Completa Laura Serrano:
     —Sí, dijo que no importaba que no lo vieran, que sólo lo escucharan, pues en realidad no valía la pena verlo.
     —Y eso tranquilizó a todos.
     —Y después pidió usted que prendieran las luces.
     —Una vez en Guadalajara me ocurrió que las luces estaban apagadas —relata Sabines—. Leía un poema y la sala se quedaba en silencio; leía otro y lo mismo... Así leí como cinco poemas, hasta que no aguanté. «Voy a hacer un breve paréntesis», les dije. «En primer lugar pido que me enciendan la luz, pues quiero hablar con gente, no con sombras. En segundo lugar creo que no están escuchando una ópera sino poemas, y quiero que la comunicación se establezca entre ustedes y yo. Si no les gusta el poema tírenme un tomatazo, pero si les gusta, apláudanme.» Se rompió el hielo, pero antes estuve como media hora molesto porque no me gustaba ese silencio. El poema debe provocar una reacción, lo debemos sentir inmediatamente.

* * *

De la lectura de poemas se pasa a la historia en los cuadriláteros. Sabines, el poeta, se interesa, comenta, exclama, interroga...
     Laura Serrano relata:
     —Mi presentación a los medios de comunicación fue cuando iba a pelear contra Christy Martin en Las Vegas. En esa función participaron Julio César Chávez y Ricardo Finito López. La gente decía que iba a ser una pelea muy dura para mí, prácticamente iba como carne de cañón: no tenía peleas profesionales y ella llevaba treinta con tres nocauts y tres campeonatos mundiales.
     —¡Hijo!
     —Era el diablo arriba del ring. Yo tenía confianza en mi preparación, en mi trabajo...
     —¿En tu pegue?
     —Fíjese que no tengo mucho pegue, tengo más técnica... Y esa niña pega como hombre, durísimo.
     —¿Y sí te alcanzó a dar?
     —Me conectó un golpe en la mandíbula...
     —Te pescó.
     —... que hasta las piernas se me doblaron. Fue rápido: la abracé, llegó el réferi y nos separó, y para ese instante ya me había recuperado. Pega durísimo.
     —¿Y le ganaste la pelea?
     —Se la gané, maestro, pero dieron empate. ¡Cómo la estrella iba a perder con la debutante y, para colmo, mexicana! En los periódicos me presentaban como La mexicanita...
     —Un racismo cabrón...
     —Aun así le gané, aunque dieron empate. Fue bueno porque a partir de eso me clasificaron para pelear por un título mundial. No tuve que pelear con todas las demás porque me enfrenté a la mejor.
     —Después de eso fuiste por el campeonato, ¿verdad?
     —Sí, en 1995, también en Las Vegas.
     —Y allí sí ganaste.
     —Ajá. Fue contra una irlandesa muy alta, delgada, fuerte y de mucha experiencia: ella tenía catorce combates, y el mío era el segundo. Estuvo muy difícil esa pelea.

* * *

El poeta entrevista a la peleadora.
     —Cuéntame, ¿qué te dio por el boxeo?
     —Fíjese que no me gustaba...
     —Tú ibas a la escuela primaria...
     —Sí.
     —Y allí no tenías ni idea de lo que era el boxeo...
     —Desde los siete años iba a nadar, me encantaba. Lo seguí haciendo durante la secundaria, la preparatoria y los primeros semestres de la carrera de Derecho. Pero me ocurrió en la natación que competía y no ganaba, y mi deseo era ganar. Dejé la natación por el fútbol soccer, y lo practiqué tres años. Era muy duro, más que el boxeo: me fracturaron la nariz dos veces, siempre llegaba cojeando...
   
     —Caídas, golpes, patadas...
     —De todo.
Continúa la boxeadora el cuento de su descubrimiento de los guantes.
     —Pasó esa época del fútbol y un día me dijeron unos amigos: «Vamos a conocer el gimnasio del estadio Olímpico». Acepté. Íbamos al gimnasio de pesas, que está entrando a la derecha, pero me distraje con el de boxeo que está a la izquierda. Me sorprendí al descubrir a una muchacha güerita, delgada, bonita, que estaba entrenando. Seguí su entrenamiento. Hablé con ella y me explicó por qué le interesaba. «¿Y yo puedo hacerlo?» «Claro, habla con Toño.» «Pero sólo quiero entrenar, nada de peleas.» Y así comencé: no subía al ring, pero me entrenaba como si lo fuera a hacer. Y ya ve lo que dicen: que no se ama lo que no se conoce. Y empecé a conocer el boxeo, los nombres de los golpes, cómo pararse, y me gustó.
     —Te vas a subir al ring —ordenó un día el entrenador a Laura Serrano.
     —No, no me subo. Tengo la nariz fracturada.
     —Te vas a subir y no te van a pegar.
     Y la subieron con un muchacho para que intercambiara golpes. «Nos protegimos durante el primer round. No recuerdo en el segundo qué golpe le di y él me lo respondió. Me enojé entonces, pero no hice nada.»
     —Laura, aunque sea tira un golpe —gritó el entrenador.
     Pensó la boxeadora: «¡Cómo que aunque sea un golpe! ¿Cree que no puedo?». Tiró el golpe y el muchacho se lo regresó. En el tercer round le dio fuerte y ya no paró. El entrenador se reía. Los que estaban en el gimnasio se acercaron al cuadrilátero y vieron cómo casi tiraba al compañero.
     Laura Serrano se dijo: «Esto me gusta».
     El cuento de la boxeadora es escuchado con atención por Jaime Sabines, el poeta.

* * *

—¿Y a usted le gusta el boxeo, maestro? —pregunta Laura Serrano.
     —Sí, mucho. Desde chamaco me gustaba ir a ver las peleas —dice Sabines.
     —¿Lo practicó?
     —Nunca. Jugué basquetbol, y me gustaba la natación. Nadador sí fui de chamaco, y muy bueno, pues vivía yo cerca de un río. Me iban a reprobar en la escuela primaria porque en lugar de irme a las clases me iba derechito al río Sabinal, que así se llama el río de Tuxtla. La natación era un vicio para mí.
     —Tengo una amiga que es admirable como deportista —comenta Laura Serrano—. Ella ha cruzado cinco veces el Canal de la Mancha, y una lo hizo de ida y vuelta.
     —¡Híjole!
     —Y el año pasado rompió el récord de las veinticuatro horas. Mi amiga se llama Nora Toledano.
     —Sí, recuerdo haberla visto en televisión, ¡chingona vieja!
     —Admirable, maestro. Por cierto me dijo que lo saludara de su parte. Ella también lo ha leído y lo admira.
     —Sí, la conozco, la estimo, la vi por televisión esa vez que nadó veinticuatro horas... A mí me encantaba la natación. Y crucé no el Canal de la Mancha pero sí el río Grijalba, que ya son palabras mayores. En la alberca del parque Madero nadaba tres, cuatro, cinco mil metros, sin cansancio. Lo que es la vida, ahora nado cuarenta metros y ya estoy sacando el bofe.
     —¿Qué boxeadores le gustan, maestro?
     —Todos los grandes que ha tenido México. En esa época eran Casanova, Kid Azteca... Y, claro, oíamos por la radio las peleas de Henry Armstrong, las defensas de Joe Louis... Esto fue cuando yo era chiquito. Siempre me gustó mucho el boxeo... verlo, claro.
     —¿Y le gusta verlo en vivo?
     —Sí, de chamaco iba a la arena.

* * *

Sigue la boxeadora, a la que han llamado La poeta del ring.
     —No me gusta decir que escribo poesía, más bien pongo en el papel lo que siento... Y le escribí algo, maestro.
     Mientras Laura Serrano descubre sus cuartillas, Sabines pasea un cigarro de plástico y explica:
     —Cumplí mis bodas de oro con el cigarro: empecé a fumar en 1945 y lo dejé en 1995.
     —Yo no aguanto el cigarro —dice Laura—. Me da náuseas oler el cigarro.
     —Y yo no podía vivir sin él. Fue muy difícil dejarlo, fue un tormento. Ahora conservo este de plástico, por el vicio de la mano.

Y la boxeadora lee:
Sabines, sangre, ausencia,
palabra muda, rosa muerta,
destino lento, amargo.
Tu poema está a mi lado
y yo te lo agradezco...

La lectura ocupa ocho, diez minutos. El poeta toma luego las cuartillas y sigue el texto línea por línea.
     —¿Y le gustó? —pregunta, nerviosa, la boxeadora.
     Sabines responde con un interrogatorio.
     —¿Normalmente cómo escribes? ¿Con asonancias, consonancias y todo eso?
     —En realidad no sé.
     —Entonces escribes de manera natural. Para ser poeta necesitas estudiar. En la poesía hay dos cosas: el don natural, con el que se nace; y el oficio, que se aprende. Es como aprender a hacer zapatos.
     El poeta aconseja a la boxeadora cómo dar golpes contundentes con los versos.
     —Se ve que tienes oído, pero no has leído nada, no tienes cultura poética. ¿A qué poetas has leído?
     —A Pablo Neruda, Mario Benedetti, Amado Nervo, Rubén Darío, Elias Nandino...
     —Pero es muy escaso. Está bien Darío, pero hay cuarenta poetas posmodernistas más que no conoces: Luis G. Urbina, Manuel José Othón, Manuel Acuña... ¿Has leído a Huidobro? Tu cultura es escasa. Te dedicaste a estudiar leyes pero... Para llegar a ser buen poeta se necesita trabajo, oficio, disciplina. Así como aprendiste a boxear, así hay que aprender a escribir.
     Y el resto en la conversación es sólo literatura.


Texto publicado originariamente en el periódico El Universal en 1998 y y tomado del libro Antología de crónica latinoamericana actual. Darío Jaramillo Agudelo (ed.): Alfaguara. Madrid, 2012. 650 páginas.


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