CUENTO Trilogía de Lunes | Eileen Truax, Armando Vega-Gil y Beatriz Rivas


Lunes

Natalia amaneció adormilada, aletargada, deprimida, abatida, desalentada. Sin ganas ni fuerzas para nada. Como si su cuerpo le estorbara y lo único que tuviera dentro fueran lágrimas.
Ayer vio una película en su casa, como cada domingo. Acostumbrada a vivir sola, es el día en que come con sus padres en algún restaurante del sur de la ciudad, después de ir juntos al concierto de la Sala Nezahualcóyotl. Por la tarde llega a su departamento, se pone una vieja piyama (siempre las compra grandes para sentirse cómoda, protegida por la tela de más) y se sienta en su sillón a elegir qué película verá. No está a la moda, como todos sus conocidos, que van de una serie de televisión a la otra. A ella le gusta que la historia comience y termine, a lo mucho, dos horas después. La película que escogió en esta ocasión, una comedia romántica bastante ligera que cualquier crítico rechazaría, la sumió en sueños extrañísimos, sueños violentos que nada tenían que ver con la historia de amor pero que probablemente sean los culpables de que hoy haya amanecido así: vacía. ¿O serán las hormonas? Una vez al mes son las hormonas. La maldita química del cuerpo que mueve las emociones a su antojo.
Ve la hora: 7 de la mañana. Debería levantarse a hacer ejercicio, desayunar lo que su nutrióloga le ha recomendado y dar su primera clase a las 10 de la mañana. No tiene ganas. Habla al Conservatorio y se reporta enferma. Y sí, está enferma. Se prepara un café y no resiste la tentación de ponerle un poco de whisky. Sólo un poco. Cuando tenga hambre se hará un par de quesadillas. Entonces se acuerda con precisión del nombre de la banda de Mateo: Quesadilla de Metal. Sonríe al recordar la sonrisa de Mateo y comienza a sentirse más tranquila. Quesadilla. Pesadilla. Cuando tiene pesadillas (que ahora no recuerda con precisión), siempre se despierta con desánimo. Ya pasará. Aprovechará la mañana para poner en orden sus ideas, su armario y sus cajones. También arreglará el librero, acomodará sus libros por orden alfabético como siempre ha querido hacerlo.
Se sirve otro café y piensa en la frase que escuchó ayer en la tele, que podía haberla escrito cualquier inexperto en vender libros de superación personal: “No es tan difícil: escoge al hombre con el que quisieras pasar el resto de tu vida”. Natalia, sin darse cuenta, repasa, una a una, sus historias de amor. ¡Qué deprimentes son los lugares comunes!, piensa. En realidad, con cada uno de sus novios o amantes, en un momento dado, quiso pasar el resto de su vida; juntos, hasta envejecer. Así de cursi. Cada uno fue “el amor de su vida” mientras duró. Y eso es lo bello de lo permanente, del “para siempre”, que sólo es una quimera.
Mientras acomoda los libros, todavía en piyama y con un par de quesadillas haciendo el recorrido obligado hacia el intestino, Natalia enciende la radio. Le gusta sentirse acompañada, aunque sea por voces extrañas. Hasta arriba a la izquierda, la A de Arreola, Arredondo, Azuela, Alberto. ¿Eliseo es el nombre y Alberto el apellido? ¿Miguel de Cervantes va en la D o en la C? Entonces escucha la noticia y se da cuenta que sus pesadillas fueron, en realidad, un presentimiento. Ahora entiende por qué amaneció devastada y ni el recuerdo de la sonrisa de Mateo, observándola tocar el violín, ni la sensación todavía fresca de las manos de Jérôme sobre sus senos han podido hacerla sentir mejor. El país, su país se está deshaciendo. Y no es que la violinista sea una luchadora social comprometida, una mujer politizada, ella ya lo dijo antes: se dedica a enamorarse y a tocar el violín, pero no puede permanecer indiferente ante lo que sucede en México. Ya sabía que habían desaparecido 43 normalistas del municipio de Ayotzinapa, pero ahora que han encontrado fosas clandestinas con cuerpos mutilados, la esperanza de que aparezcan con vida ha desaparecido. Uno de los cuerpos no tiene ojos y, al parecer, fue desollado vivo, dice el locutor, sin alterar el tono de su voz. Muchos están carbonizados. Y Natalia se deja caer sobre la alfombra, con un libro en la mano derecha: La condición humana. Ahora se escucha la voz de la madre de un estudiante de 19 años: “Sé que está vivo. Y quiero que él sepa que lo estaré esperando”. “¿Por qué a las personas malas no les hacen algo?”, pregunta la hermana de otro desaparecido. Después, el locutor cambia de noticia, cambia de página, cambia de historia. Corte comercial. Como si se le pudiera poner pausa a la barbarie.
Natalia siente náuseas y ganas de llorar, pero no puede. Piensa en sus alumnos del Conservatorio. Muchos tienen la misma edad de los asesinados y, como ellos, como muchos jóvenes, afortunadamente se expresan, gritan, se incorforman, conservan las esperanzas de que el mundo puede (debe) ser de otra manera. Son la conciencia social, la poca conciencia que nos queda. Se arrepiente de no haber ido a dar clases, de no estar con ellos. Y de pronto siente unas irremediables ganas de hablar por teléfono con Ágata y con Mateo.



Lunes

Mateo amaneció víctima de su insomnio. Es decir, no amaneció, pues ya estaba de ojos abiertos y conciencia cerrada al momento en que la alarma de su iPhone 6 estaba a seis minutos de plantear las 6 am de su alerta madrugadora.
No, lo que despertó de esa ausencia concreta que es el sueño fue la inminencia de que la luz, sangre del hermano sol, asomaría sus haces espías a través de los intersticios que se abrían como agujas de iglesia en las cortinas Moda In Casa, moradas, densas, regalo desmedido de Ágata durante aquella painting party que hicieron cuatro años atrás para renovar el viejo departamento, la linda casa heredada por el abuelo Ruperto, ese hombre generoso muerto en combate contra el fantasma del Alzheimer que, al final, le hizo olvidar a su yo más profundo que debía respirar.
Mateo, dado a la ociosa tarea de escudriñar el techo de su cuarto en la ceguera de la noche, seguía tras una solución matemática a esos tres días que llevaba despertándose a las 3 de la mañana en un continuum agotador, para ya no poder soñar más con los angelitos sino hasta el otro día, mal y en fragmentos, hasta las siguientes 3 am. Andrea era uno de esos angelitos. Le dio un beso en la mejilla y le dijo, sin palabras que la despertaran: No tengo que soñar contigo si estás aquí, en mi desvelo.
Mateo, más que ebrio, más que narcotizado por un agotamiento que le entumía la cara y el pecho, sentado en el borde de su cama, con un abismo soñoliento bajo sus pies, emulando uno de esos hoyos negros del cosmos al que, un día de angustia, decidió renunciar a cambio de las radiaciones y sus milagros teleterapéuticos, decide dejar en el pretérito su larga noche de sudor, jaqueca e inquietud y trae al ahora su tiempo verbal: presente, como cuando en la primaria pasaban lista y él gritaba lleno de ansiedad: ¡presente!
Mateo Burgos García, ¡presente!
Andrea Figueres Matadamas, ¡presente!
Sí, ella está más presente que nunca, duerme a su lado y ronca quedito: un suspiro de avecita en su nido, nido de ramas ligeras, piensa él, un cardenal de cabellos rojos, aunque Mateo sabe que los cardenales no tienen pelo, sino plumas, y que Andrea no tiene el cabello bermellón, sino castaño oscuro. Pero, ¿cómo llamar ronquido a este murmullo suave que le aviva a Mateo una ternura que, podría decirse, le es extraña? ¿Extraña? ¿Te extraño? No, aquí lo extraño soy yo. Soy el de siempre, dictamina Mateo en su ebriedad insomne, pero también soy otro: un desconocido, un ser incapaz de conciliar el sueño. Otro y el de siempre. Nadie se baña dos veces en el mismo río, le explicaría Herodoto; pero el río de los acontecimientos parece ser el mismo, inmutable: en menos de cinco minutos su esposa, Andrea, tendrá que levantarse, despertar a los niños, obligarlos a lavarse los dientes y llevarlos a la escuela. Imanol y Luisiana protestarán como siempre, pedirán, en un espejo de reacciones simultáneas —por algo son mellizos—, que los dejen dormir cinco minutos más, y la madre amorosa se meterá en la cama de Luisiana no cinco sino diez minutos para sentir el calor de su hija, sus volteretas, escuchar sus reclamos de cerquita y hacer el ritual de levantarse juntas como cada día escolar. El padre amoroso se meterá en la cama de Imanol no cinco sino quince minutos para hacerlo reír, frotándole en la nariz su conejo más mugre que peluche y luego jugar a las luchitas. Andrea tendrá listo el desayuno para los niños, que llevará con calma a la escuela; y tendrá listo el lunch de Mateo, quien, como siempre, oyendo el noticiero de Carmen Aristegui con esos audífonos en forma de mosca que Ágata le trajera de Pylones de su último viaje a París (sabía que la forma correcta de referirse a ese viaje era acotarlo como el «más reciente», pero a él le encantaba hablar de gentes y no de gente, de uñero de uñas y coágulos de sangre), saldrá disparado en su bicicleta al INN a revisar la lista de pacientes (qué conveniente era tener su casita tan al sur de la ciudad), calibrar su Terminator ExRay, comerse a intervalos el emparedado (le choca la palabra sándwich) de pechuga de pavo, pan de centeno, lechuga fresca, jitomate y queso panela que le hizo su esposa amiga, su amiga esposa, la madre de sus hijos. Mateo le llamará a su oficina de extensión cultural en la UNAM para saber si no tuvieron percances en el camino al colegio. Y, sin duda, estaba seguro, todo habría de fluir en un continnum controlado, seguro, como hasta ahora. ¿El río de los acontecimientos es el mismo? Él quisiera (desea, anhela) creer que sí, que La Vida, su vida, es inmutable, que su presente se mantendrá de una pieza ante las flacas certidumbres del mundo.
Pero el mundo se caía a pedazos, desollado, ardiendo en una pira de espanto.
El viernes anterior, en el salón improvisado por Mateo en su cubículo del Instituto de Neurología, no se había hablado de dosimetría ni de cantidades de electrones acelerados que debían controlar con parámetros predeterminados por las densidades de materia a destruir. Sus Chicos Radiactivos —como los llama con el cariño que siente un astronauta por la gravedad— le habían pedido abortar la clase e ir a apoyar a los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional que estaban por armar una manifestación gigantesca frente a la Secretaría de Gobernación. Encendido por sus memorias de activista del CEU, Mateo no dudó un instante en darles su apoyo total, irrestricto y feliz. La escuela del mundo, les dijo, la Universidad de la Vida (lugarcomuneó) está allá afuera, junto a lo que de verdad tienen que aprender. Estos hijos de la chingada (se refería al señor presidente, a los gobernadores, a los dueños del dinero y a sus siervos) quieren que seamos un gran rebaño de maquiladores, de ovejas asustadas que sólo curen su miedo comprando coches a crédito, paseando los fines de semana dentro de los centros comerciales, ligando y comiendo helado por los pasillos de los malls en lugar de ir al parque, nos quieren chateando desde el café y la sala de la casa, poniendo likes a las protestas airadas de los amigos de Facebook; pero salir en masas eufóricas a la calle y abrazar a sus hermanos del Politécnico para detener una reforma educativa perversa era la lección más grande a la que podrían aspirar en ese momento. Y si era necesario que también se fueran a la huelga en la UNAM, a un paro nacional, él les llevaría café, cigarros y conchas de chocolate a las guardias nocturnas. Más aún, les prometió darles todas las noches conciertos con Quesadilla de Metal para que no se quedaran dormidos.
¿De verdad el profesor tenía una banda de rock?
Los Chicos Radiactivos aplaudieron y salieron en tropel, como una recua de caballos locos, entre bromas y risas. Óscar, su alumno estrella, no por brillante sino por ser gigante y roja, se le acercó. ¿No viene con nosotros, prof? Mateo moría de ganas de acompañarlos, pero había acordado con Andrea armar una cenita rica en casa con los niños para que todos se acostaran tarde y yacer en la cama al día siguiente viendo pelis de Chaplin y Tom y Jerry entre palomitas con salsa Valentina, sin prisas, con modorra, sin tablets ni celulares a la mano. Mateo sabía que si le llamaba a Andrea para decirle que iría con sus Chicos a apoyar al IPN, ella no sólo lo entendería, sino que aprobaría con entusiasmo su decisión (¿una forma de darle la vuelta a la frustración que de cualquier manera la atacaría?). Pero Mateo decidió que la mejor forma de apoyar a sus alumnos y a los muchachos insurrectos del Poli era cerrando un abrazo de amor con sus hijos y Andrea. Como cuando, hacía tres años, murió Rita Guerrero, la genial cantante de Santa Sabina, devorada por un cáncer que dejara huérfano a un chico de apenas cinco años: él, Mateo, necesitaba ir al rito funerario que se había organizado para ella, de cuerpo presente, en el Claustro de Sor Juana, ¡cuánto dolor, cuánta maldita estupidez de la puta muerte! Él quería ver en un instante de adiós radical el descomunal halo apagado de aquella artista que fue más allá de su música y sus letras apasionadas y oscuras, cantarle en silencio esa canción de Santa Sabina que ahora tanto le dolía: Qué importa la muerte si la vida no es vida, qué importa la vida si la muerte es la vida. Necesitaba estar allí, con ella, pero supo que la mejor manera de celebrar a esta mujer hermosa era estar con doña Lui, Imanol y Andrea, reír, jugar lotería y contar chistes tontos: celebrar la vida trunca de Rita Guerrero con la vida misma. Así que Mateo le dijo a su estrella roja que no podía acompañarlos a Gobernación porque necesitaba estar en su casa por un asunto urgente, y no, no mentía, así que montó en su bicicleta y corrió a casa a abrazar a sus hijos.
Después de velar tangencialmente a Rita entre juegos y canciones, a media noche, ya que todos dormían, Mateo le llamó a Ágata para cantar a dueto: Qué importa la muerte si la vida no es vida, qué importa la vida si la muerte es la vida. Lloraba cuando colgaron, y se volvió para descubrir, recargada en el quicio de su estudio, a Andrea. En su mirada bullía lo que la trastocaba: una cubetada de tristeza por la tristeza de él, un golpe de dolor por no compartir ese dolor con ella, un acceso de celos que manejó con calma, con la serenidad de quien sabe que lo que ha atestiguado es profundo y ajeno. Y Mateo supo que este marasmo entero cruzaba por el corazón y las entrañas de Andrea. Se fueron de la mano a la cama en silencio e hicieron el amor con calma y cariño, cuando ella le preguntó: ¿Seguimos siendo amigos?
Pero hace apenas unos minutos, al 6 para las 6, sentado en el borde del abismo que era el salto de la cama a la duela, con un cargamento de dinamita en su cabeza, sentía pena por ese fin de semana que había quedado atrás, a la deriva en el río imparable de los acontecimientos; pensó con melancolía en ese domingo en La Marquesa, las garnachas de flor de calabaza y la sopa de hongos; la visita a la abuela Evelia, la mamá de Andry; la noche del sábado con el Chipote, Quique y Manolo. ¡Vaya!, se había quedado con unas ganas inquietantes de invitar a Natalia a cruzar en las arcadas de su violín a Quesadilla de Metal, quizá repetir el beso en la comisura de sus labios; pero decidió no jugar con ese fuego incipiente por causa de un pudor que le incomodaba, o mejor dicho, dos pudores: uno por Natalia, el otro por Andrea.
El pasado.
El presente.
Mateo sonríe, ¿qué estupidez era esa de buscar una explicación teórica al insomnio, si la respuesta estaba en el revoltijo que se agitaba dentro de su cabeza adolorida? Le aterroriza saber que, una vez más, será el adivino de las vidas ajenas, de sus fechas de término. Tiene ganas de desmayarse, de caer fulminado en su cama. Dormir, dormir; pero, ¿cómo dormir? Sin reflexionarlo más de una vez, Mateo apaga su celular antes de que anuncie el regreso a la vida diurna y pone en función de silencio el de Andrea. Va a la recámara de los chicos (¿ya había llegado la hora de cambiar al cuarto de servicio su estudio y hacer una nueva habitación para que Imanol y Luisiana tuvieran sus propios espacios?) y uno por uno, como bultos soñolientos a prueba de cataclismos, los mete en la cama familiar con cuidado de no despertar a Andrea. Mateo se vuelve a meter en las cobijas y se envuelve en el calor de sus hijos, en el de su esposa que de golpe, en un acto reflejo de madre entrenada en la supervivencia de lo cotidiano, despierta extrañada, casi con un espasmo de susto, casi. Mateo, en el delirio de un sueño que ya le arrastra la conciencia al abismo que se abre a los pies de su cama, se lleva el índice a los labios y le pide a Andrea, en medio de la tímida claridad que se cuela por las cortinas moradas y le esboza el rostro, que aguante, que se vuelva a dormir. Él le sonríe, cierra los ojos y, como si un fantasma le diera un mazazo en la nuca, comienza a roncar. Y ese sí que es un ronquido. Las pastillas que le recetara Tomás por fin están haciendo efecto.
Con un esfuerzo lleno de complicaciones especiadas en un regusto de molestia y perplejidad, Andrea, sin ruido ni aspavientos, logra sacar a Luisiana e Imanol del cuarto para hacer que se bañen, se arreglen y desayunen lo más callados que puedan, pues papá está enfermo. El ritual del día a día se ha roto por la locura insomne de Mateo, y ella se siente atravesada por una flecha de intranquilidad. Cuando está lista para llevar a los chicos a la escuela y manejar después, de prisa, hasta la Puerta 3 del estacionamiento de la UNAM (la jugada de Mateo ha desestabilizado todo), Andrea regresa a su recámara: Mateo sigue dormido a lo profundo, en un estado alfa, soñando que sueña, como la mariposa de Chuang Tse. Ella acerca su rostro al de él, lo gira con delicadeza hacia sí, y, con una mezcla de miedo y enojo, de ternura impaciente, le pregunta por segunda vez en su vida: ¿Seguimos siendo amigos? Mateo está atrapado en un pantano pegajoso, en una ecuación de exponenciales indeterminadas que tienden del infinito a cero, donde las f(x) no existen porque son un conjunto vacío, y no sabe si se trata de una pesadilla o de un loco sueño dunsaniano. A lo lejos, detrás de una montaña de ecuaciones, siente el tacto de Andrea, agita las manos como un ave que intenta salir de un océano de gelatina que lo jala de los pies hacia abajo, y el abajo se vuelve el arriba. ¿Por qué estoy soñando esto? Y la voz de su esposa se cuela por el cedazo rojo de una sonata para violín: ¿Seguimos siendo amigos? Con un esfuerzo denostado, Mateo logra abrir los ojos un segundo, un segundo y medio a lo mucho. Se encuentra de frente y a diez centímetros de distancia con los ojos de su compañera de paternidad, su amiga esposa, su esposa amiga y, sin poder articular palabra, asiente con la cabeza. Andrea sonríe con tristeza, está herida, y le da un beso en la frente. A ver qué invento en Neuro para decirles que estás indispuesto hasta medio día. ¡Qué bueno, qué coincidencia que hoy le estén dando mantenimiento al Linac! Mateo vuelve a asentir y, rendido, se abisma en el mar rojizo de aquella música que ya lo espera, impaciente, para aliviarlo.


Lunes

Ágata amaneció, como pasaba con frecuencia, con la mirada perdida en el cielo de Los Ángeles, ese cielo azul absurdo. No es del azul que brota después de las tardes de lluvia en la Ciudad de México, un azul clarito de cielo recién lavado que dura un par de horas hasta el atardecer. En Los Ángeles, el azul intenso, cegador, va acompañado de un resplandor que se cuela por las cortinas apenas amanece y no cesa hasta que la puesta del sol sobre el mar empieza a pintarlo todo de rosas, anaranjados y malvas.
Esa combinación, la del cielo azul con la luz que te levanta antes de tiempo, cura la nostalgia de Ágata por Oaxaca. El resplandor mañanero que tanto molesta a Aaron, y que ha convertido su habitación en un búnker de cortinas cerradas por las noches, ayuda a combatir la homesickness de Ágata: un recuerdo de que, estemos donde estemos, hay constantes en el mundo para aferrarnos a ellas.
En estos días, esa idea es cada vez más difícil de sostener. Para Ágata, la vida fuera de México es sólo una gran aventura, un periplo que le permite acumular pequeños tesoros en forma de sensaciones y experiencias, con los cuales podrá volver a su país, a la Ciudad de México que trae tatuada en el alma, a la Antequera donde está enterrado su ombligo. Para Ágata, México no es viaje, es retorno. Pero en estos días, es difícil pensar en el sitio a donde volver.
Esta vez sus ojos se abrieron unos segundos antes de que empezara el baño de luz. Las cortinas dejaron una línea descubierta y el halo matutino —bianí le dicen en zapoteco a esa luz que se filtra por una rendija— empezó a avanzar como reloj de sol. Movió un poco los pies bajo las sábanas para sentir los de Aaron y recorrió con la vista el relieve de su figura ahí, a un lado. La presencia física de Aaron, el ancla de Ágata en una realidad que por momentos se vuelve tan irreal.
Con los ojos demasiado abiertos para esta hora —aún no ha sonado la molesta alarma del teléfono de Aaron, ese tono metálico de un celular viejo que su marido insiste en conservar para que le funcione únicamente como despertador—, Ágata extiende una mano y toma su propio teléfono. Como ocurre con esta generación de conectados, antes de pensar siquiera en el café, Ágata empieza a revisar las alertas de noticias, las redes sociales, los mensajes de correo. Los Ángeles tiene una diferencia de menos dos horas con respecto a México, de manera que a esta hora, cuando en su ciudad adoptiva apenas se empieza a mover la información, su patria ya esta en ebullición.
Las fotos de los chicos la miran desde las mantas y carteles compartidos en Facebook: Everardo, Cutberto, César Manuel, Doriam, Jonás, Carlos Iván. Los rostros, esa plasta de tinta sobre papel en que se convierte cada desaparecido, podrían parecerse un poco entre sí, pero no. Cada nombre tiene una historia en pausa. Por cada uno hay una familia en espera. Por cada silencio hay un grito que se empieza a levantar como una marea circular por las calles. Por cada voz acallada —¡cómo joden a los periodistas de un tiempo para acá!—, miles prestan la suya para que las palabras no se pierdan bajo la estulticia que inunda el horario triple A.
Los rostros colocados en las paredes con la leyenda “desaparecido” le parecen la forma más gráfica de deshumanizar. ¿“Desaparecido”? Si no es acto de magia. Cuando alguien “desaparece” se desvanecen los responsables, las cosas ocurren sólo porque sí. No es así: cada acto tiene un autor, y eso lo aprendió muy bien en 2006, cuando Oaxaca se estremecía entre un grupo de maestros disidentes, un liderazgo sindical legítimo infiltrado por provocadores a sueldo y un gobernador de tufo caciquil que representaba todos los vicios de décadas de revolución institucional —¿hay una contradictio in terminis más aberrante que la institucionalización de una revolución?—. Entonces Ágata supo que en las sociedades no hay buenos y malos, porque del mal que aqueja a una sociedad son responsables todos sus miembros. ¿“Desaparecidos”? No: secuestrados, levantados, amagados, madreados, ensangrentados, torturados, apaleados, fracturados, arrastrados, desollados. Ninguna de esas acciones se realiza sola.
Ágata no aguanta las imágenes por mucho tiempo. Apaga la luz de la lamparita de noche, se levanta al baño, se dirige al balcón y abre la puerta corrediza, se acerca a descubrir la jaula de los canarios —¡Aaron es como un canario, con la jaula cubierta por la noche!—. A ningún vecino le hace gracia que haya una jaula en un balcón de un apartamento de un condominio de West Hollywood, pero esta es una de las constantes en su vida a la cual insiste en aferrarse: desde la muerte de su madre, la jaula con aves se ha convertido en un símbolo de origen y resistencia.
Sobre la duela impecablemente abrillantada, los pasos de Ágata parecen flotar hasta la cocina. Se acerca a la mesita del café, abre la lata y vierte dos medidas en el molinito que le regaló Mateo. Le pone el filtro a la cafetera, vacía el polvo aromático que suele traer de Oaxaca cuidadosamente guardado en la maleta, y espera.
Cuarenta y tres muchachos. 43. Un número cualquiera. Como 72, como 22 mil, como 60 mil, como 0.56%. ¿La gente entenderá que son 43?
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno, cuarenta y dos, cuarenta y tres. Un dolor por cada número. Un mundo de dolor.
El “bip, bip” de la cafetera suena. Ágata toma la taza que le trajo Natalia de París, que de tanto café ya está manchada por dentro. Eso la reconforta; algo de tranquilizador tienen las marcas que deja la rutina. Vierte el líquido y lo deja enfriar, mientras con la mano derecha sigue recorriendo mensajes en la pantalla del teléfono. Entre la lista de correos, encuentra el mensaje que la invita a hacer early check-in; el vuelo sale a las seis de la tarde de acá y llega a las once y media de allá, así que empieza la semana en Los Ángeles, pero también en el DeEfe.
Con lo que Ágata odia volar en lunes.


Del libro Fecha de caducidad de Beatriz Rivas, Eileen Truax, Armando Vega-Gil (Alfaguara, 2015). 
Libro disponible en Librería Gandhi


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