CUENTO Un jam session con Louis Armstrong | Gerardo Ugalde


A los momentos antes de morir

Reunidos alrededor del abuelo, contemplaban cómo agonizaba sin dolor, sonriéndoles a los hijos, a los nietos, a las nueras. Desde hace tres meses que la cordura había huido de él. Ya no hablaba, comía poco; parecía que deseaba morir. Lo que su familia desconocía era que el abuelo, un virtuoso pianista, logró contemplar la locura de frente. En ese preciso momento, una fuerza inaudita poseía su cuerpo. No era un débil anciano, se encontraba en sus ya lejanos veinte años, tocando el piano en una taberna; el ambiente era alegre y el abuelo obligaba a los parroquianos a mover las piernas y las cabezas con aquellas notas que les aseguro, no eran de este mundo.
         Además de risas y  gritos, podía escucharse el sonido del francés flotando en el aire. El abuelo jamás estuvo en Francia, sin embargo, los hombres bebían vino tinto acompañándose con baguettes.
Y las mujeres olían a mujer. Todos se calentaban con el sonido del piano, lo que le agradaba al hombre que lo manipulaba. Era la felicidad de la gente lo que impulsaba a sus dedos, apareciendo melodías sin ningún orden construyendo ritmos a partir de una carcajada; si se le ocurría una balada, había quien improvisara una hermosa canción de amor. Ahí estaba Dios.
         Cuando la noche, transformándose pacientemente en día, obligó a la gente a huir del lugar, el pianista disfrutaba de un vaso de leche. Sin duda el cansancio reinaba en su cuerpo, pero la promesa de reposa acompañado por una francesita menudita de cabello negro y ojos de estrella, mantenía su alma despierta. Esperaba saboreando el cuerpo de la mujer, ella en quince minutos terminaría sus quehaceres. Aguantando el deseo, el viejo regresó al piano. Contempló las teclas, tan sólo al verlas escuchaba música. De sus entrañas un tarareo emergía con la fuerza de diez mil bombas. Otra vez la taberna brillaba: felicidad, excitación, alegría, suspenso y emoción; el abuelo gozaba el sonido en él.
Sin darse cuenta, tres hombres lo observaban, sonriendo; porque para ellos erar raro ver a un hombre como el abuelo, sentir la música con tal euforia. Negros estos hombres, bromeaban sin mal intención. De entre ellos un cuarto apareció divinamente:
         —Chico ¿Te gustaría tocar con nosotros?
         El abuelo, rojo de la vergüenza, no distinguía que la voz que le hablaba era el gran Satchmo. El trío sacaba sus instrumentos, preparándose a recibir órdenes de su líder.
         —Siéntate al piano hombre blanco, enséñanos el estilo de Paris -aquella voz, única en la historia de la humanidad, coloreó más las mejillas del abuelo. Comprendió de inmediato de quien se trataba.
         —Soy de Estados Unidos -respondió casi ahogándose.
         —Mejor viejo ¿Conoces Moon River? —dijo el contrabajista.
         —¡Claro que sí!
         Picaban las notas del piano, la guitarra soltaba su ligero susurro, la batería uniéndose con alegría invitaba al bajo a danzar sin afectar el compás de la pintura. Louis cantaba con esa belleza que sólo pocos logran comprender. Por todo Paris la música podía ser escuchada. Los franceses comenzaron hacer el amor, pero no a realizar el acto físico, si no a traer felicidad unos a los otros. De repente la trompeta estalló, liberando el tormento de la vida hacia el viento. La fuerza de los pulmones de Armstrong dirigía la melodía directamente al corazón del abuelo. Ésta lo mataba suavemente. Recostado en su cama, sus hijos, sus nietos y sus nueras, observaban las lágrimas del abuelo; ellos lloraron con tristeza, sin comprender que ese hombre ahí tendido estaba viviendo por última vez la humanidad misma.


GERARDO UGALDE (Zapopan, Jalisco, 1989).

Imagen | Google

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